Josep Costa, vicepresidente del Parlament ha venido a normalizar la relación del partido de Carles Puigdemont con los ultras del independentismo, como quien no quiere la cosa, como si todo fuera el resultado de un despiste telemático. ERC ha clamado al cielo por este contacto de sus rivales con un grupo de organizaciones democráticamente sospechosas y, al momento, los republicanos se han visto acosados y señalados por desatar la guerra sucia contra el distinguido patriota militante de JxCat. Un episodio más del encarnizado combate por liderar el independentismo, mucha gesticulación, mucho miedo a perder la presidencia de la Generalitat y pánico a verse desposeídos del poder autonómico sobre el que se asienta su aspiración de hegemonía.

Carles Puigdemont no tuvo reparo hace algunos años en pasar por el amigo de la Nueva Alianza Flamenca, identitarios de extrema derecha con buenos resultados electorales, y nadie de los suyos osó recriminarle estas amistades. Tampoco ahora Josep Costa sufrirá de la dirección de su partido mayor rectificación que un farisaico “no sabíamos nada”. No hay asombro justificado ante el tanteo de JxCat del territorio de tinieblas democráticas poblado mayoritariamente por intolerantes, fanáticos, fanfarrones y también por fascistas y xenófobos. Lo sustancial es que los pobladores de estos inhóspitos barrancos son independentistas, ergo, buenos catalanes, dispuestos a introducir la papeleta correcta dentro de la urna.

Sobre todo esto, que sepan a quién deben votar. Este es el objetivo en última instancia: ampliar la base por dónde sea, el resto son matices o equívocos soslayables con un poco de buena voluntad. Esta buena voluntad (algo interesada, ciertamente) es imprescindible para la unificación de fuerzas, aunque para ello haya que enfrentarse a las gentes puntillosas que van con el lirio en la mano, o sea, esos republicanos de pacotilla que apoyan a los fascistas españoles, porque fascistas, fascistas, solo los hay en España. El argumento es tan simple como perverso, pero muy entendedor por el populismo local.

La descuidada iniciativa del vicepresidente del Parlament presenta al menos dos inconvenientes para el discurso purista. En primer lugar, desvela las urgencias de JxCat para explorar toda clase de apoyos en su guerra contra ERC, aparcando en sus contactos las exigencias democráticas requeridas a otras fuerzas con impulsos comparables aunque del otro lado del muro. Y en segundo lugar, concede al inframundo del independentismo ultra un protagonismo desconocido, un despropósito que no debería sorprender viniendo de los mismos que cedieron la manija de la mayoría parlamentaria a la CUP para salvar la investidura de Puigdemont. 

Sin embargo, presenta una tercera consecuencia que debería ser pedagógica para los incrédulos. Resulta que el independentismo tiene a sus fascistas, como los hay en otras fuerzas políticas catalanas, de la misma manera que hubo monárquicos durante la Generalitat Republicana, franquistas catalanes durante la Dictadura y partidarios de la Casa de Borbón en la Guerra de Sucesión. Cataluña no es tan diferente del resto de España, en este sentido, no hay que hacerse ilusiones.

JxCat está construyendo un populismo de clase media. El partido de Puigdemont es un combinado improvisado con una pizca de antisistema, unas gotas de rebeldía, toneladas de resistencia al Estado de derecho, un aroma identitario, mucha predisposición a negar una Europa cuyas instituciones no se rinden a su retórica autodeterminista y ninguna manía en deslegitimar las instituciones históricas catalanas en cuanto las ven como un obstáculo a sus planes. Y todo esto, representado por un puñado de gentes que un día militaron en la izquierda y de otros que todavía piensan serlo, además del elenco tradicional del centroderecha de CDC y de patriotas sin aditivos ideológicos.

En la amalgama de JxCat habrá quien en la intimidad se retuerza de incomodidad por el desparpajo de Josep Costa; no solo el de estos días, sino el habitual en su forma de entender la política. Pero guardan silencio porque saben que cualquier disensión podría entenderse como una desafección al líder. A día de hoy ERC es el enemigo electoral, caricaturizado como un partido colaboracionista del Gobierno del Estado, en contraposición a la fidelidad de JxCat a la causa de la unilateralidad, para la que todo apoyo será bien recibido.