En 2010, cuando el Tribunal Supremo (TS) emprendió la persecución penal del juez Garzón, por su activo compromiso en la investigación de los crímenes de la dictadura, entendí que estaba justificado afirmar que ese Tribunal había dado "un golpe brutal a la democracia", constituyendo un “instrumento al servicio de la actual expresión del fascismo español", afirmaciones que determinaron un proceso penal, finalmente archivado.
Una similar valoración merece el auto de la Sala de lo contencioso de dicho Tribunal del pasado 4 de junio, que deniega la exhumación de los restos de quien fuera el mayor dictador, genocida y criminal que ha sufrido España durante toda su historia. Nos referimos al general Francisco Franco. Y, particularmente, desde el 1 de octubre de 1936, fecha en la que el TS de España, en 2019, se atreve a calificar como "jefe de Estado". Es difícil conocer la razón de dicho disparate histórico. Porque, bajo ningún concepto, puede admitirse que cinco jueces de tan elevada categoría desconozcan la realidad de aquellos trágicos momentos de nuestra historia, precisamente provocados por dicho militar y sus cómplices. Eran fechas de una terrible represión y asesinatos en masa. Decía Paul Preston: "El menudo general gallego, con la ayuda de las martingalas del general Kindelán y de su hermano Nicolás Franco, aprovechó la ocasión para que lo nombrasen comandante supremo del ejército y jefe del Estado”. ¿Como pueden calificar como “jefe del Estado” a un golpista, al frente de una caterva de sublevados, cuando aún gobernaba con plenos poderes la República legítimamente constituida?.
Decidir con justicia sobre los restos del dictador exigía que dichos jueces hubiesen reconocido qué significó para España el golpe militar que dirigió.
Como dijo Julián Casanova, la violencia era la “médula espinal” del régimen. Y ello se tradujo en lo siguiente: detenciones militares o policiales indefinidas y sin ninguna clase de garantías; torturas de mayor o menor crueldad; un régimen penitenciario de extrema dureza, especialmente para las mujeres, que sufrían mayores consecuencias para su salud y la de sus hijos; consejos de guerra compuestos por militares afines a los sublevados, que celebraban juicios carentes de garantías; aplicación masiva de la pena de muerte; tribunales especiales, el TOP, constituido por jueces y magistrados franquistas para perseguir y condenar por el ejercicio de los Derechos Humanos, los sancionados por la aplicación arbitraria de la Ley de Orden Público, y así sucesivamente. Y, además, las más de 100.000 personas asesinadas y enterradas clandestinamente. Los desaparecidos.
Son datos y circunstancias que concurrieron en muchos miles de personas y que, desde luego, merecen mucho mayor respeto y valoración que los invocados sentimientos de los descendientes del dictador.
Pero la actitud tolerante y hasta comprensiva del TS con los crímenes franquistas no es nueva. La Sala de lo Militar del TS rechazó revisar y anular, como procedía con arreglo a los principios de un juicio justo, 47 sentencias, con condenas a muerte, dictadas por los consejos de guerra franquistas, con muy limitadas excepciones. Como aquel voto discrepante que valoró la condena a muerte de Julián Grimau “como un acto despojado de todo respaldo jurídico, un hecho máximamente reprobable por su absoluta contradicción con el Derecho”.
Y, con motivo del proceso contra el juez Garzón, tanto la sentencia que lo absolvió por la investigación del franquismo, de 27 febrero 2012, y el auto de 18 de marzo del mismo año, se negaron a reconocer la naturaleza de los hechos descritos como Delitos de Lesa Humanidad y, por tanto, imprescriptibles. Y, con evidente error, impidieron su persecución penal, dificultando, cuando no paralizando, los escasos intentos de los jueces de instrucción para esclarecer y perseguir conductas criminales tan graves. Todas, sin excepción, atribuibles a ese insólito "jefe de Estado" que merece tanto respeto a unos jueces que parecen no serlo.