La flexibilización del veto total a la comercialización de vehículos de combustión a partir de 2035 por parte de la Comisión Europea es un paso hacia adelante hacia la sensatez, algo que nunca debimos perder. No se trata de mover la fecha, sino de dejar la puerta abierta a la evolución de las tecnologías, abandonando el dogma del todo eléctrico. Lo importante es reducir las emisiones, sea como sea.
Es positivo, sin duda, el que contaminemos menos, pero no a cualquier precio. El progreso no debe parar y volver a la prehistoria no es una opción. La mutación del coche traccionado por un motor de combustión interna a uno eléctrico deriva de un enorme error, y fraude, de un buen número de fabricantes.
Fueron aceptando reducciones de emisiones rayanas en lo imposible y para llegar a ellas un par de proveedores desarrollaron mecanismos fraudulentos para engañar las pruebas oficiales. La leyenda dice que un doctorando destapó el pastel. Puede ser, o puede ser un empleado enfadado, vaya usted a saber. El caso es que les pillaron con el carrito del helado y su credibilidad se hundió.
A partir de ahí los fabricantes dieron un volantazo a sus planes y se aferraron a una tecnología inmadura, el coche eléctrico enchufable. Y esta tecnología, además de inmadura, resultó que ya era dominada por los fabricantes asiáticos, especialmente los chinos, por lo que más que un tiro en el pie se lo dieron en la sien.
China, el país del centro, ya no es ni mucho menos un país que copia y hace baratijas. Tiene una tecnología espectacular y poco a poco nos come la tostada, porque ellos lo hacen muy bien y nosotros muy mal. Cuentan a su favor con el poderío de un Estado que tiene muy claro lo que quiere e invierte en tecnología como nadie.
Por más que nos duela, los coches llevan el camino que ya han recorrido los televisores o las lavadoras, dejarán de ser europeos porque otros trabajan más y mejor.
El tren motor es el último bastión defensivo de nuestra industria. Sacarlo de la ecuación ha abierto la puerta a quienes dominan la electrónica y nos ha dejado totalmente indefensos. Por eso, el mantener la posibilidad de su uso da esperanza a la industria europea.
Aunque no creo en las conspiraciones, en ocasiones la suma de torpezas es peor que las conspiraciones. ¿Por qué prohibir totalmente los coches de gasolina y diésel en Europa si van a seguir comercializándose en el resto del mundo? ¿Por qué suicidar a la primera de nuestras industrias? Mantener la posibilidad de evolucionar los motores actuales es una gran noticia.
Antes del giro total hacia lo eléctrico, los fabricantes europeos tenían planes para seguir evolucionando los motores de combustión interna reduciendo el consumo y las emisiones. Los coches de hace 50 años emitían más de tres veces CO₂ que los coches de hoya, y eso que eran más pequeños y tenían muchas menos prestaciones.
La dinámica de mejora no tiene por qué parar y si hoy las emisiones medias están en torno a los 120 gramos por kilómetro recorrido no es imposible llegar al entorno de los 25 gramos, entre otras cosas porque algunos coches experimentales hace tiempo que llegaron a ese umbral, como el prototipo presentado por Volkswagen en la Expo de 2002.
Si no nos hubiésemos complicado la vida con la fe ciega en el coche eléctrico, probablemente las emisiones medias de los coches de hoy serían menores.
Una vez eliminado el veto, la industria tiene que reaccionar y animar a sus clientes a que compren lo que quieran, pero que compren. El parque actual contamina más que el de hace 10 años simplemente porque es más viejo. La antigüedad media de los coches en 2015 era de 11 años, ahora se acerca a los 15. La gente no sabe qué coche comprar, bloqueados por los insensatos mensajes de los políticos.
Cualquier coche nuevo, cualquiera, contamina menos que uno de hace 10 años. El motor diésel consume menos que el de gasolina, y, por tanto, emite menos CO₂, aunque emite otro tipo de partículas. Gasolina, diésel, hibrido… lo que sea, pero hay que renovar el parque. Los coches que se compren hoy no tienen otra fecha de caducidad que su envejecimiento, pero se podrán conducir dentro de 10, 20 o 30 años, aunque lo mejor es cambiar de coche con cierta frecuencia.
Este giro de guion era más o menos previsible porque estamos acostumbrados a las moratorias y aplazamientos, primero se asusta y luego se relajan las amenazas. Esperemos que no sea demasiado tarde y, sobre todo, que sea aprovechado por fabricantes y clientes para reanimar una industria que es fundamental para el bienestar y el desarrollo de los europeos.
