Ignacio Vidal Folch opina sobre las memorias de Jordi Pujol
El octavo hijo de Pujol
"Y ahora andan como hormigas de un hormiguero aplastado, locos, huroneando alrededor de la señora Orriols, a ver si cae algo... dentro de unos añitos"
Ahora que declaran en los tribunales Jordi Pujol y todos sus hijos, y si no declara la esposa es porque ha fallecido, no puedo sino recordar, con simpatía, la figura del periodista Manel Cuyàs. Lo que a aquel buen hombre le pasó me parece que es tanto un síntoma de este país como de la naturaleza humana, en su extremo fracaso, en su insignificante destino.
¿Quién se acuerda de Cuyàs, aparte de los parientes y amigos que le hayan sobrevivido? A los que pido excusas si se sienten heridos por las observaciones que me dispongo a desgranar en los párrafos siguientes.
Mataronés de 1952 (falleció en el 2020, de leucemia), Cuyàs había sido un periodista de prensa de comarcas, con una cierta influencia; no era un loco como Joan B. Culla (el biógrafo de ERC) o Agustí Colomines (el director de la infame fundación Catdem, la del 3%) pero, separatista como ellos (según sus propias declaraciones), veneraba a Jordi Pujol.
Publicó una docena de libros, algunos de los cuales recogían sus artículos en la prensa, y otros contaban anécdotas y particularidades simpáticas de Mataró, su ciudad o pueblo natal. Publicó también unas memorias, que no abrumaban al lector con hechos interesantes. En fin, todo ello era de un interés relativo, para qué vamos a engañarnos. Cuyàs quizá fue una buena persona pero, como intelectual, su vuelo era pegado al suelo, por no decir gallináceo.
Sin embargo, tuvo una buena intuición o un buen golpe de suerte: Jordi Pujol le bendijo con su simpatía. Éste quería escribir sus memorias pero, ocupado como estaba con las cosas del gobierno de la Generalitat, le faltaba tiempo. Se las dictaría a Cuyàs, Cuyàs se las escribiría.
Ahora, aquí, lo increíble, lo que para mí sería un infierno pero para él algo parecido al paraíso: durante seis años estuvo visitando al prócer con una frecuencia tremenda, noche tras noche tras noche, hablando con él, o más bien escuchándole disertar sobre lo divino y lo humano, sobre sus luchas, logros y hazañas.
Tan frecuente era su presencia en el piso de la familia Pujol en Ronda del General Mitre, y tal su confianza con el admirado prócer, que, según él mismo contaba, los hijos –y eran siete-- le llamaban “el octavo hermano”. Y él, convencido de que Pujol era un estadista incomparable, suponía que el libro que sacaría de aquellas incesantes conversaciones, de aquella intimidad, sería un fenómeno.
Desde el año 2007 al 2014, publicó tres volúmenes de las memorias pujolescas, bajo los títulos de Història d’una convicció, Temps de construir y De la bonança a un repte nou. En los tres, Pujol aparece como un político pragmático paro también visionario.
Ahora bien, en el mismo año en que publicaba el tercer y último volumen, Jordi Pujol, enterado de que su secretito había trascendido, y era cuestión de días que se hablase en la prensa, reconoció públicamente su famosa “deixa” (o evasión de capitales). A partir de ahí se sucedieron revelaciones sobre la hija, arquitecta del ayuntamiento de un pueblo donde no ponía los pies, los negocios de Junior, las ITV de Oriol… etcétera, etcétera, asuntos sobre los que la justicia delibera y sentenciará estos días.
De todo aquello no había ni mención ni sospecha en la interminable biografía de Cuyàs –trabajo, como he dicho, de seis años--.
Obsérvese la tragedia: nada más publicarse, el trabajo de su vida quedaba obsoleto, desautorizado por la realidad pura y dura. Cuyàs tuvo que negociar consigo mismo para aceptar que había sido tan tremendamente engañado. Que era un pardillo, por más que sobre su redonda cabeza luciese un elegante –o ridículo, según quién lo mire-- sombrero fedora, y que su largo trabajo de devoción, sus largas noches de devoción pujolera, no tenían el menor sentido.
Ver que la obra de tu vida es una chorrada es un mal trago que no le deseo a nadie, aunque quiero creer que aquel acontecimiento pudo ser también, para él, durante los seis años que siguió viviendo, una escuela de desengaño: adquiriría Cuyàs lucidez, supongo. A no ser –lo que en estos casos también es frecuente— que se negase a ver la inmensidad de su error.
Tres libros, tres. Seis años escuchando pamplinas y beatitudes. ¡Cuánto esfuerzo en balde!
Pienso en él a veces, cuando leo a los chicos desdichados, ahora ya hombres hechos y derechos, periodistas de chichinabo que vivieron la vida loca a expensas de la cartera de Macià Alavedra y de Lluís Prenafeta y que estaban convencidos de que suyo sería el reino catalán, el poder y la gloria… La Vanguardia, Catalunya Ràdio, RAC1, TV3, alguna asesoría, alguna conselleria, etcétera.
Y ahora andan como hormigas de un hormiguero aplastado, locos, huroneando alrededor de la señora Orriols, a ver si cae algo... dentro de unos añitos.
¡Échales algo, Sílvia, por el amor de dios, y por más acabados que te parezcan!