“O me mata, o me voy, pero esto ha terminado”. Son las dos de la madrugada de un lunes festivo y, evidentemente, no verbalizo ese pensamiento, aunque haya sido lo más lúcido que ha cruzado mi mente en años.

Llevamos horas enzarzados en una discusión que no sé cómo ha empezado, pero me duele el cuerpo entero de llorar y temblar. Supongo que algo habré dicho o dejado de decir que habrá encendido una mecha que cada día prende con una chispa más pequeña. Hace ya algún tiempo que he renunciado a la paz y a sentirme protegida en casa.

Hace algún tiempo aún intentaba encajar en un molde que cambia cada día para evitar una confrontación que llega de todos modos; ahora una parte de mí ha asumido que en algún momento habrá gritos y lloros e, incluso, he llegado a contentarme con que solo sea eso.

Intento enterarme de por qué se me grita hoy. Es la discusión genérica sobre si le he puesto los cuernos. Los dos sabemos que no es así, pero es lo más fácil para generar una batalla campal en una pareja y para intentar tener él razón: como no existen pruebas de unos no-cuernos, estoy desarmada.

Estoy tirada en el sofá, absolutamente desquiciada e impotente; me cruzo fugazmente con mi reflejo en la ventana y esa loca no parezco yo. A él le da igual cuántas horas y días haya llorado y me subraya lo loca que estoy, pero esta vez me sale de dentro gritarle que yo no soy así y que esto lo ha creado él.

Me arranca el móvil de las manos y hago el amago de intentar recuperarlo, pero me aparta con un golpe por debajo del pecho y me manda de nuevo al sofá. Empieza a rebuscar por todas las aplicaciones hasta que encuentra algo con lo que cree que puede atacar y demostrar su tesis de los cuernos: un amigo de toda la vida ha propuesto tomar unas cervezas en grupo.

Corro a la cama, me intercepta: “¿A dónde vas? ¿No tienes nada que decir? Eres una puta niñata mentirosa que me ha hundido la vida y encima te creías que me podías engañar así”. Me suelta y da un portazo, pues hace ya tiempo aprendió que hacer un agujero en la madera con el puño, duele.

Abre la puerta para que le oiga insultarme mejor, y aparece con mi teléfono en la mano. Me destapa, me coge la cabeza por los pelos y me tira de nuevo contra la cama. Dice haber encontrado pruebas de mi inexistente infidelidad; me baja el pijama y me araña por dentro: “¿Es esto lo que te gusta que te haga este tío?”. Me suelta, me lanza el móvil con tanta fuerza como puede y se va a buscar un cigarro.

Casi como un reflejo de autodefensa, mi mente se abstrae durante unos segundos y algo lo cambia todo. “O me mata, o me voy, pero esto ha terminado”.

En realidad, no es la primera vez que visualizo el escenario en que una compañera de redacción escribe la noticia que engrosaría en uno más la lista de feminicidios y me da miedo darme cuenta de cómo he normalizado que, donde antes había sueños por cumplir en una vida que no iba a terminar nunca, ahora la muerte exista como posibilidad. Me doy vergüenza.

¿Cómo ha llegado hasta aquí una niña que la única vez que hizo pellas en el instituto fue para pintar pancartas para la manifestación del 8M? Con la cantidad de horas que he pasado con mis amigas hablando sobre la violencia de género, me creí inmune porque dibujé un estereotipo de víctima en el que no encajaba, olvidando que el único patrón es ser mujer.

Vuelvo a conectar con la realidad: no ha dejado de gritar por todo el pasillo y yo sigo hecha una bola en la cama. Estoy tiritando, siento unas cosquillas por todo el cuerpo, me duele la cabeza de llorar y puedo oler mis propias lágrimas. Le oigo acercarse, mi corazón vuelve a aumentar el pulso y abro los ojos, le miro y veo el rostro de la crueldad.

Me arranca las sábanas de encima y me estira por los tobillos; intento agarrarme a algo, pero tiene la suficiente fuerza y mi cabeza termina picando contra el suelo. Me tira unas llaves al pecho: “Si no quieres estar en esta casa, coges la puerta y te vas”.

Se lleva la manta al salón en silencio, parece que ha dado la batalla por terminada. Me vuelvo a la cama.

Pienso en si esta noche aparecerán los mossos d'esquadra en la puerta, de nuevo alertados por los vecinos. Espero que no, porque no tengo claro cómo actuaría. ¿Me atrevería a decirles la verdad esta vez? ¿Y, entonces, qué? ¿Me iría con ellos sin recoger mis cosas? ¿A dónde? No puedo hacer eso, es obvio que me lo rompería todo y estoy lo suficientemente segura de mí misma como para saber que mañana me voy. Pero la alternativa sería decirles que todo va bien. ¿Y si justo viene la agente que me atendió cuando hace menos de una semana me presenté llorando pasada la medianoche para preguntar qué ocurriría si presentaba una denuncia? No podría mentirle a ella.

Me duermo pensando en todos los lugares en los que nunca he estado y se me encoge el corazón en la India, en Egipto, en Almaty, en Berlín, en Madrid... Me cae la última lágrima que derramo esa noche.

La alarma suena pronto, sobre las ocho; él sigue dormido en el sofá. En el baño me doy cuenta de que me ha salido un moratón en el muslo, “uno más, pero este es el último”, pienso. Lo seguiré teniendo un mes más tarde, cuando me ponga el bikini en el primer día de playa de la temporada. Ahora no soy capaz ni de soñarlo, pero en esa foto estoy en Sicilia, con un spritz en una mano y riendo a carcajadas con mi mejor amiga.

Me miro en el espejo y me veo fea, fea de triste, apagada y cansada. ¿Cuándo me he puesto así, con lo que yo brillaba?

Me preparo un café y salgo a la terraza a fumar. Sentada en el banco de piedra estoy tranquila y en paz por primera vez en esa casa, como si ya no estuviera allí. Miro hacia el interior y en esa pared vacía del comedor ya no veo la oportunidad de colgar unas fotos o poner una estantería, solo es un muro cualquiera, se desvanecen los planes que nunca llegué a apuntar en el calendario de la cocina y elimino la nota mental de comprar pegamento para arreglar los imanes rotos.

Fijo la mirada en los muebles de jardín que nos regalaron mis abuelos, “que no se me olvide llevarme esto”, y no puedo evitar pensar en si se habrán dado cuenta. ¿Cuánto les he hecho sufrir? ¿Habré sido capaz de disimular?

Veo la ventana del baño y recuerdo mi reflejo del espejo, abro mi perfil de Instagram y me pongo a tirar para abajo buscándome a mí misma. Me detengo en un post antiguo: llevo mascarilla, medio moño torcido y el resto del pelo enredado por el viento, pero mis ojos tienen tanta vida. Estoy en Rumanía con mis amigas, en el pie de foto pone “estoy aquí mentalmente” y me pregunto profundamente si, después de todo lo que ha pasado, podré volver allí, si ellas me dejarán.

En realidad, sé que sí, están deseando que así sea. En estos años, cuanto más las he soltado, más fuerte me han sostenido.

Vuelvo a mi sitio. Él sigue durmiendo y yo me pongo a recoger todas mis cosas. Lo voy guardando todo en bolsas, mochilas, maletas y cajas y lo voy apilando junto a la puerta. No lo hago con especial sigilo, me da un poco igual que se despierte, total, en algún momento lo hará de todos modos. Esto ocurre pasado un buen rato, con la casa prácticamente vacía:

- ¿Qué coño haces?

- Recoger mis cosas.

-¿Por?

- Porque me voy y no quiero tener que volver a recogerlas otro día.

- ¿Cómo? ¿A dónde vas?

- No te incumbe.

- Querré saber a dónde va mi pareja, ¿no?

- No lo soy.

- Eso no lo decides tú sola.

- Sí.

Dejo de ser el centro de atención cuando se da cuenta de que no queda hachís, pero vuelve tras la primera calada de cigarro para aguantar el mono hasta que le responda algún camello. Grita sentado en el sofá, dice no sé qué de lo que hemos construido, de que si me quiero rendir, de que si le abandono, de que si hay que hablar y de lo mala, niñata y puta zorra que soy.

Me da absolutamente igual, no respondo a casi nada, más allá de reafirmar mi decisión a cada “¿En serio te vas?”, mientras sigo guardando cosas. En realidad, no me da igual, dentro tengo el miedo de que se le vaya definitivamente la olla y no sé cuanto rato podré mantener la compostura. Al parecer, estoy actuando bastante bien porque creo que se ha dado cuenta de que esta vez va en serio; está fuera de sí, pegando gritos por toda la casa, pero en cuestión de media hora se va al bar y me deja a solas.

Empiezo a cargar las cosas en el coche y recibo un mensaje de mi mejor amiga. Me propone quedar esa tarde y le comento que voy a ir a tomar el café a casa de mi madre y que se venga.

Pasadas las tres del mediodía, con el maletero hasta los topes, veo la casa casi vacía. Solo me he llevado mis cosas, nada de lo suyo, ni de lo nuestro, pero no quedan ni los tenedores, y me doy cuenta finalmente de lo que todo el mundo ya sabía, y es que lo material es solo una metáfora de toda la relación. En ambos casos, lo había provisto todo yo, intentando construir algo que quizás nunca existió.

Vuelvo a casa, allí me esperan desde que me fui, pero no sé cómo voy a contarle esto a mi hermano.