Decía Rubalcaba que en España se entierra muy bien, y tenía razón.
Es raro que alguien hable mal de un recién fallecido, y si alguien lo hace suele calificarse como mal educado. Pero también somos un pueblo dado al linchamiento, especialmente de los poderosos cuando dejan de serlo. Lo vemos cada día con los políticos caídos en desgracia con quienes la sociedad se ensaña en lo personal sin límites, por muy censurables que sean algunas de sus actuaciones.
El reproche moral es enorme, aunque, en ocasiones, quien lo hace no tenga claros los valores que defiende.
La frontera entre lo personal y lo público llega a extremos desdichados en el caso de SM el rey Juan Carlos I. Su vida privada se ha aireado, incluso por él mismo, de una manera tan excesiva que su figura y sus méritos quedan totalmente desdibujados por alguna de sus actuaciones personales.
Al cumplirse el 50 aniversario de la segunda restauración de la Monarquía en España, sería bueno que nos centrásemos en lo esencial, el papel histórico del Rey, dejando todo lo demás a un lado. Su papel institucional no debería verse velado por la información de la prensa rosa cuando no amarilla.
El 22 de noviembre de 1975 comenzó un proceso del que debemos sentirnos más que orgullosos. La transición de un régimen dictatorial a una democracia plena en España fue un proceso ejemplar gracias a la generosidad de muchas personas y al liderazgo del Rey.
Fue un proceso muy complejo que, además, tuvo que lidiar con la existencia de una banda terrorista que se cebaba con el Ejército y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, quienes no cayeron en la tentación de la involución, gracias, entre otros, al Rey. Solo en los cinco primeros años de nuestra transición hubo 272 asesinatos, cifra que más o menos se fue repitiendo hasta entrada la década de los 2000. Más o menos un asesinato por semana.
El adanismo nos invade y parece que el mundo se creó ayer. Pero en lugar de ignorar nuestra historia la deberíamos recordar y valorar.
Personalidades como Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez, liderados por el Rey, fueron esenciales para guiar España hacia una transición ordenada y pacífica.
La ley para la Reforma Política, aprobada por las Cortes franquistas tan solo un año tras la muerte de Franco, supuso su autodisolución y permitió algo nada frecuente, un cambio radical de régimen, pasando de un marco legal a otro radicalmente nuevo sin ruptura ni violencia. Fraga, Carrillo, Tarradellas… fueron esenciales, lo mismo que quienes gobernaban el Estado para que el cambio fuese constante, tranquilo y pacífico.
Los líderes de los partidos políticos, los de los sindicatos, los padres de la Constitución, los ministros, muchos de los diputados de las primeras legislaturas, oficiales de los ejércitos, mandos de las fuerzas de seguridad… todos tuvieron un mérito increíble, y por encima de todos, la primera autoridad del Estado, el Rey.
Es tan triste como desagradecido que pretendamos olvidarnos de todo y de todos, llegando incluso a criticar un proceso ejemplar. Celebrar el aniversario de la muerte de Franco es realmente triste. Franco murió en la cama a los 82 años, y si su salud hubiese sido mejor podía haber fallecido a los 90 o a los 100. Lo importante, lo que deberíamos celebrar, es lo que vino después.
La fecha que debemos celebrar es la del 22 de noviembre de 1975, día de la proclamación de Juan Carlos I como rey de España y, por supuesto, la del 6 de diciembre de 1978, fecha del refrendo, por un 88% de los españoles, de nuestra Constitución.
Juan Carlos I, el rey, no la persona, fue quien lideró la transición y quien puso a España en el mapa. Durante su reinado realizó 242 visitas oficiales a 102 países, convirtiéndose en el mejor embajador de nuestro país. Histórica fue, por ejemplo, su intervención en el Capitolio estadounidense, algo nada usual para un monarca. Y sus relaciones con Marruecos fueron excepcionales, lo mismo que con Reino Unido y con casi todos los países, incluidos países que ahora ni nos hablan.
Puede que en su esfera privada cometiese errores, pero en su papel de jefe del Estado estuvo, en general, impecable.
La estrategia de la Casa Real la fija el actual Rey, y él tendrá sus razones para no dar protagonismo a su padre, aunque actuar para contentar a los no monárquicos no sirve de mucho, porque nunca lo serán. Conceder el Toisón de oro a Felipe González y a los dos padres de la Constitución vivos es un acto de justicia que ojalá hubiese llegado antes para honrar a los otros cinco ponentes ya fallecidos.
Los españoles no podemos, ni debemos, renunciar a una de las etapas más brillantes de nuestra historia de la que solo podemos sentirnos orgullosos. Debemos recordarla con orgullo y agradecer su esfuerzo a quienes fueron sus protagonistas, a todos. Les debemos mucho y no se merecen un revisionismo que, en el fondo, cuestiona unos valores que hoy ya no existen.
