Un hombre durante la manifestación por las pensiones públicas EuropaPress
Pido perdón, sí, lo confieso: pertenezco a la generación del llamado baby-boom, los nacidos después de la II Guerra Mundial, de padres que, según los expertos, tenían esperanza en el futuro. Ya no caían bombas ni te llamaban al frente, sólo a la mili, y nuestras supuestas familias numerosas se quejaban poco o nada de lo poco que tenían y de lo que menos les daba el Estado. Hoy, los quejicas crecen y los boomers somos culpables de todo lo que les ocurre a ellos.
Gracias al furor en clasificarlo todo de los queridos millennials, que son multitasking y no paran de escribir libritos de autoayuda, empoderamiento y crítica generacional, he descubierto que mis padres formaron parte de los Silents. Corran a verlos, las residencias están llenas, aunque algunos se mueren en su casa, como mi madre. Sin molestar y con el seguro para pagar el entierro en la mesita de noche.
Una joven de la edad de mi talentoso yerno, que no sé si es millennial o centennial, la está petando con un libro titulado La Vida Cañón. Se refiere a quienes, tras nacer en pleno franquismo, llegamos a la universidad con el puño cerrado, creyendo que íbamos a cambiar España (la cambiamos bastante). En cuanto pudimos, las mujeres nos pusimos a trabajar mil horas y a tener hijos sin que lo supieran nuestros jefes. Ya somos viejas/viejos, y el país está en otras manos, en otros teléfonos.
La nuestra, dicen los no tan jóvenes, ha sido una generación insolidaria, echada palante sin motivo y que carece de empatía, palabreja a la que mi padre no tuvo que acostumbrarse. Murió, aún con buen aspecto, sin derecho a pensión, sin seguridad social y con los pulmones agujereados de tanto fumar. Su bisnieto, que acaba de cumplir dos años, es un Alfa. Pol es de la primera generación puramente digital; ve un teléfono y le da con el dedo hasta encontrar lo que busca.
Habrá que integrar al nieto en su generación, no vaya a acabar siendo un excluido social, un inadaptado al que le guste leer en papel, ir al cine y caminar sin rumbo. Como su tío, que a los 34 continúa yendo a las librerías y viaja sin mirar el teléfono ni el bolsillo. O como su querida mamá y doctora, que ha prohibido poner fotos o subir vídeos de su niño a las redes y está formando una familia tirando a clásica.
Los abuelos de antes hacían lo que les daba la gana. Los míos me daban pa amb vi i sucre para merendar. Compré un cuento de la caperucita roja para el nieto y, cuando salieron los cazadores, pensé: “estás loca, no puedes convertir al niño en un cruel asesino de lobitos. ¡Y tampoco puedes demonizar al lobo!. Le encantó el libro.
Resulta que las generaciones mejor preparadas/educadas del pasado siglo y de éste, las que tienen seguridad social, ayudas para la vivienda y para ir al cine, derecho al paro, un montón de bajas laborales, y muchas otras ventajas del Estado, quieren más. A los millennials les cabrea que no les vaya a llegar una pensión pública porque nos las pulimos los baby-boomers; les fastidia que un jubilado cobre más que un trabajador licenciado.
Durante la tragedia del covid, Helena, mi amiga portuguesa y baby-boomer, estalló contra los millennials. “¿Qué es esto de quitarle la bomba de oxígeno a un anciano para dárselo a un joven? Hemos cotizado 40 años y ellos ninguno”. La entendí.
Miro a mi alrededor y veo viejas amigas cobrando pensiones mínimas por haber cotizado poco o nada. ¡No hay hucha para los jubilados que vienen!, gritan los Millennials. Pues cambiad las cosas, queridos. Nuestra generación, con la anterior, implantó la seguridad social para todos, el derecho al paro, las bajas por maternidad, la escuela gratuita hasta los 16…
Los baby-boomers ya no gobernamos el país, es la generación X (1965-81) la que lo hace, la que no está administrando bien la hucha, la que no construye viviendas. Millennials, dejad de apuntar hacia nosotros, pero, sobre todo, dejad de buscar culpables; espabilad, trabajad y reproduciros, de lo contrario pasaréis a la historia como la generación Q, la de los quejicas.