No hace falta abanderar ningún ridículo, por excesivo, especismo para darse cuenta de cuán ciertas son las tres humillaciones que el narcicismo humano, según Freud, ha sufrido a lo largo de su historia.
La primera de ellas vino cuando Copérnico (y antes que él, autores clásicos como los pitagóricos o Aristarco de Samos) demostraron que el hombre no es el centro del Universo y que vive dentro de una universalidad en la que la Tierra no es núcleo, sino partícipe.
La segunda de ellas (igualmente indiscutible) es que, pese a la soberanía de nuestra especie sobre el resto (alguien podría considerar que discutida con las ratas, las hormigas o los mosquitos) el hombre es un animal (la ausencia de cloroplastos así lo demuestra, por ejemplo).
“El hombre no es nada distinto del animal ni algo mejor que él; procede de la escala zoológica y está próximamente emparentado con unas especies, y más lejanamente, a otras. Sus adquisiciones posteriores no han logrado borrar los testimonios de su equiparación, dados tanto en su constitución física como en sus disposiciones anímicas” dijo Freud, al respecto.
En tercer lugar, y más en conexión con la disciplina en la que fue pionero el sabio austriaco, la tercera humillación del ser humano es el descubrimiento del inconsciente, así como de las limitaciones del libre albedrío.
La ciencia moderna ha consolidado la demostración de que no somos nada al margen del propio cuerpo (no sólo del cerebro), no existiendo el dualismo cartesiano de Descartes, ni una eventual psique que se diferencie del conjunto de neuronas en lo material.
Aunando las tesis de Freud, cabe aseverar que el ser humano es un ente vivo no ajeno a la evolución, y como tal, sujeto a continua adaptación (no sólo netamente biológica, sino, además, cultural).
La inteligencia (término ambiguo que no necesariamente se predica sólo en lo humano, y, si no, que se lo digan al cuervo de Nueva Caledonia) no deja de ser una adaptación ad hoc al medio que nos ha facilitado el auge e imperio sobre la Tierra, sin dejar de estar sujetos a las leyes naturales que rigen nuestro planeta y universo.
Con todo, y no sólo por los “modales cívicos” en Cercanías, caprichos tardo-adolescentes o mimos en “patria potestades eternas”, en lo concerniente a evolución e inteligencia, cabe plantearse si somos cada vez más imbéciles.
Dicha cuestión se plantea, en un interesante libro (Nuevo elogio del imbécil, Gatopardo, 2025), por el italiano Pino Aprile, alegando argumentos tales como que la capacidad craneal de nuestros, en parte, antecesores Neandertales era mayor que la nuestra, que la reducción (o limitación) en el crecimiento exponencial de nuestra capacidad craneal tiene un imperante límite en la necesidad de caber por el conducto materno en el parto (debido, a su vez, a nuestra postura bípeda, que fomentó, igualmente, el pulgar oponible), todo ello unido al aumento radical en la esperanza de vida que fomenta el paso, cuasi inexcusable, por una última etapa de senilidad por el grueso de la población.
En verdad, más que hacia un deterioro colectivo de la inteligencia media, el propio camino hacia el Homo sapiens sapiens nos muestra que, más que hacia la estupidez (entendiendo que la inteligencia ha llegado a un máximo que puede perjudicar a la propia especie y planeta, véase la hipótesis Gaia de Lovelock y la autorregulación del “organismo planetario”), la auto domesticación es una constante en nuestra especie.
De la misma forma que un lechón tiene una cara más o menos afable en comparación con un jabalí, la auto domesticación ha producido en el ser humano, en comparación con el resto de simios, una evidente relajación en cuanto a rasgos y comportamientos agresivos. Una de las pruebas más evidentes constituye la observación de nuestro “pariente animal” más próximo: el bonobo (Pan paniscus).
La “infantilización” de estos seres (que habitan en la selva de la Cuenca del Congo) les ha hecho, no sólo, rebajar las órbitas de los ojos, colmillos y cambiar sus hormonas, sino también su conducta, estando de forma muy presente, y en todas sus configuraciones, el sexo como mecanismo no sólo reproductor, sino en esencia, de socialización y resolución de conflictos.
Entre nosotros, pese a la agresividad social que mostramos, no solo en Gaza o en Ucrania, nuestra violencia intraespecífica se ha reducido en relación con nuestros “primos” chimpancés (Pan troglodytes), que están en cuasi perpetuo conflicto y practican, no sólo el asesinato, sino, también, el canibalismo en ocasiones.
La domesticación de nuestra especie es también conocida como “neotenia”, o lo que es lo mismo, la conservación de rasgos infantiles en una etapa adulta. El célebre teórico evolucionista Jay Gould ya defendió que esta “infantilización” era una de las causas que ha permitido al ser humano mantener una optimización mayor en lo que a la etapa de aprendizaje se refiere, favoreciendo el mismo (y por lo tanto, su teoría iría en contra de la teoría de una mayor y progresiva “imbecilidad” entre los nuestros).
Un rasgo de “domesticación” nato es la ausencia de pelo en nuestra especie, en lo que al cuerpo se refiere. Es paradójico que ello se haya podido producir cuando el hombre pasó del bosque a la sabana, aconteciendo eventual víctima de la radiación ultravioleta.
Algunos teóricos han querido ver la causa de la ausencia de pelo en la mayor parte de nuestro cuerpo en una anterior etapa “acuática” de nuestra especie, en la que la ausencia de alimento por las grandes sequías motivó que los nuestros buscaran sustento entre bivalvos y demás seres marinos.
El recurso de la evolución a los rasgos infantiloides no es solo humano. En otro ámbito, la redondez y mofletes de las caras de koalas o pandas rojos y gigantes ha motivado, en no poca medida, su supervivencia como especie, al resultar más atractivos para el ser humano, y ni que sea también por marketing, más “dignos” de fomentar medidas en pro de su conservación.
Una afirmación que me viene en mente, quizá en exceso peregrina, es que en un escenario planetario de masificación humana y sobrepoblación quizá la domesticación se esté acentuando creando, no necesariamente seres más “imbéciles” (siervos de la superficial inteligencia artificial) pero sí seres menos conflictivos y críticos, siendo más fácil nuestra cohabitación en menos espacio, y por otra parte, haciéndonos más proclives a la gobernanza populista e intelectualmente decrépita que se está generalizando, aún más, en los tiempos actuales.
Es difícil asignar juicios de valores subjetivos a objetivas corrientes biológicas, y difícilmente podremos saber cuánto mejor o peor es el proceso de infantilización evidente de nuestra sociedad moderna. Vean una foto de sus abuelos a cierta edad y compárenla con ustedes a esa misma edad… no todo se debe al mayor esfuerzo físico en el trabajo y a las peores condiciones de vida.
La evolución jamás desaparece, y nuestra domesticación, en apariencia, tampoco. ¿Tiene sentido que la adolescencia tenga, cada vez más, mayores posibilidades jurídicas, incluso, ante un hecho científico, cada vez más probado, de este calibre? ¿No somos, acaso, “niños” más tiempo y adultos más tardíos? Se mire por donde se mire, estamos dentro de un tren evolutivo que parece llevarnos al País de Nunca Jamás.