El martes a mediodía quedé para tomar un café con una amiga bastante más joven que yo (veintipocos) que ha tenido que pasarse el verano entero metida en un piso del centro de Barcelona para ocuparse de un tema familiar poco agradable. A pesar de todo, la vi contenta y de buen humor, y lo primero que hizo fue mostrarme una pulsera de cuero con conchas incrustadas de estilo “surfer” que ella y su amiga Lucía acababan de comprarse en una tienda del Raval. “Por el veraneo que no llegó”, se rio, alzando la muñeca en el aire, como si brindara con la pulsera.

Quizás quedarse en Barcelona todo el verano no había sido tan mala opción, le dije, recordando el calor sofocante que pasé durante mis escapadas a Burdeos y Navarra a principios de agosto. Ni siquiera los gruesos muros de piedra de un monasterio gótico del siglo XV reconvertido en hospedería rural en medio de la nada ( valle de Urraúl Alto) nos salvaron de la sensación de estar bajo el aire caliente de un secador de pelo. A las once de la noche, el termómetro no bajaba de los 35ºC. La luna llena de agosto, Luna del Esturión, eso sí, preciosa.

Más allá de contarnos batallitas del verano, mi amiga - que lee más de cien libros al año y es mucho más interesante como persona que María Pombo -conversamos sobre periodismo, sobre la diferencia entre lo que es una buena noticia y lo que es puro morbo mediático. Recuerdo que, en junio de 2009, cuando aún era corresponsal en Beijing, estalló la pandemia de gripe A (H1N1) y un grupo de turistas españoles se quedó encerrado en un hotel de Hong Kong para cumplir la cuarentena.

El periódico me pedía que llamara cada día al hotel para saber más sobre su vida ahí dentro, y a mí me daba mucha vergüenza hacerlo, primero, porque me parecía una intrusión en su vida privada, segundo, porque su respuesta me parecía obvia: “estamos aburridos”, agobiados”, “enrabiados”.¿Qué más les podía pasar encerrados en un hotel de cuatro estrellas? “Siento molestarles, pero me lo piden desde la redacción”, me excusaba cuando alguno atendía mi llamada.

Creo que con el tiempo he madurado y ahora me lo tomo todo menos a pecho. No se puede escribir siempre de lo que a uno le apetece, ni pensar que has dado con un titular sugerente y creativo, porque lo más probable es que te lo cambien por un titular SEO que contenga las palabras clave para que a Google le guste. Cada vez que leo la palabra SEO me entra sueño.

Una de las personas que me inspiraron a convertirme en periodista fue Peter Hessler, corresponsal de The New Yorker en China cuando llegué a Beijing, a finales de 2006, y autor de diversos libros sobre el país (River Town, Oracle Bones, Country Driving… ninguno de ellos traducido al español, desafortunadamente) que los guardo como tótems. “La clave para ser periodista freelance es saber separarse de las historias que llevan tu nombre, hasta que las veas con cierta distancia, como una persona que de repente se desmaya y siente que está viendo su cuerpo tendido en el suelo”, reflexiona en las primeras páginas de Oracle Bones (Harper Collins, 2007).

A Hessler, que no había estudiado Periodismo, como yo, la actualidad política, la noticia pura y dura, le importaban un pepino, y se sentía incómodo cuando le pedían que cubriera tal o cual acontecimiento. “Hice viajes improvisados, esperando a que ocurriera algo, a veces me limitaba a deambular por Beijing y topaba con una persona, o un barrio, y escribía su perfil”.

Desprenderse de prejuicios, observar, preguntar, escribir con libertad. El periodismo tiene que seguir siendo así. “...La prensa estadounidense tendía a presentar una imagen de China abrumadoramente negativa y centrada en Beijing. Sin embargo, como cualquier waiguoren (extranjero) en China, sabía que tenía acceso a una gran cantidad de información que no estaba disponible para los chinos y, como resultado, a menudo sentía que entendía la situación política mejor que los locales. Era imposible evitar este tipo de arrogancia, aunque me daba cuenta de que era engañosa y condescendiente, y tenía cuidado de no expresar mis opiniones abiertamente”. Palabra de Peter Hessler.