En los distintos países, una parte de los políticos tiene como uno de sus objetivos la consecución de una mayor equidad en la distribución de la renta y la otra no tiene ningún interés en la reducción de la desigualdad generada por el mercado. Los primeros creen que todas las personas tienen derecho a poseer un nivel de vida digno, los segundos solo algunas. En concreto, las que poseen un empleo bien remunerado o han recibido una suculenta herencia.

Entre ambos tipos de políticos, la diferencia principal está en el nivel de impuestos exigido a sus ciudadanos y el grado de progresividad del sistema tributario. No obstante, en todas las naciones, además del color del partido gobernante, tiene una gran importancia la tradición histórica. Por eso, sea quien sea quien gobierne, en la Unión Europea (UE) la presión fiscal es más elevada que en EE.UU y América Latina.

En 2023, en la UE el cociente entre recaudación de impuestos y PIB se situó en un 40%. Por encima de la anterior cifra, entre otros países, se encontraban Francia (45,6%), Bélgica (44,8%) y Dinamarca (44,7%). Por debajo, España (37%), Bulgaria (29,9%) y Rumanía (27,3%). En dicho año, la presión fiscal en EE.UU ascendió a un 25,2%, siendo incluso más baja en Colombia (19,7%), Chile (20,6%) y México (17,7%).

Una presión fiscal alta tiene ganadores y perdedores. Los primeros son la mayoría de la población, los segundos los que ganan más dinero, poseen mayor riqueza o aspiran a heredarla. Sin embargo, en el primer grupo casi nadie es consciente de los beneficios que le reporta el pago de gravámenes; en cambio, en el segundo, tienen muy claro los perjuicios que les ocasiona. Por eso, unos no se movilizan nada y otros lo hacen mucho.

No obstante, los últimos son una minoría en cualquier país. Por tanto, si públicamente exponen el agravio que les supone el pago de impuestos, los apoyos obtenidos serán escasos. Para conseguir su propósito, ya sea la eliminación de determinados tributos (patrimonio y sucesiones) o la reducción de los tipos impositivos del IRPF y sociedades, han de conseguir unir a su batalla contra Hacienda a la clase media e incluso a una parte de la obrera.

Lo último lo podrán lograr si cuentan con la colaboración de algunos economistas neoliberales y diversos lobbies. Los primeros crearán diversos eslóganes impactantes, los segundos se encargarán de que los reproduzcan una y otra vez los periodistas en los medios de comunicación y múltiples influencers en las redes sociales. Entre los más conocidos, están el día de la liberación fiscal, el impuesto a los muertos o el repago de tributos.

El día de la liberación fiscal constituye el momento en que una persona deja de trabajar para pagar impuestos y lo hace para sí mismo. En España, según la Fundación Civismo, en 2025 es el 18 de agosto. Así pues, los españoles dedicamos 228 jornadas a satisfacer las obligaciones tributarias y únicamente 137 a nuestra economía personal (gastos y ahorro).

El argumento es impactante y efectivo, pues muchas personas se lo creen y defienden la reducción de impuestos, aunque sus ingresos no lleguen a la media nacional. No obstante, es sumamente tramposo. En primer lugar, porque no tiene en cuenta los días de vacaciones. En segundo, debido a que oculta que los ciudadanos pagamos tributos para recibir prestaciones, ya sea en el momento actual o dentro de unos años (las pensiones públicas). Todos los que sufragan gravámenes reciben en contraprestación algo, bastante o mucho de la Administración.

Por tanto, el verdadero cálculo a efectuar es comparar lo que los españoles pagan a Hacienda con lo que reciben del sector público. Unas cuentas que no hace casi nadie, pues son bastante más complicadas que la anterior y también porque la conclusión derivada de ellas es contraria a los intereses de las personas con más renta y riqueza. En 2020, según Fedea, el importe monetario de las prestaciones recibidas de la Administración por el 80% de la población superaba la cuantía sufragada en impuestos por dichos contribuyentes.

En relación con su renta bruta, los hogares con menos ingresos (el 20% más pobre) obtenían un superávit del 96,6%. Incluso, a la clase media-alta le resultaba rentable pagar gravámenes, siendo sus integrantes los que están situados entre el 20% y 40% de los que más ganan, pues recibían un 0,4% más de la Administración de lo que ellos abonaban a Hacienda.

El impuesto a los muertos es el apelativo con el que algunos economistas y políticos denominan al gravamen de sucesiones. Lo llaman así para justificar que nuestro país es un infierno fiscal, pues en él hasta los difuntos pagan a Hacienda. Evidentemente, no es verdad lo que dicen. En primer lugar, porque el tributo no lo abona el finado, sino sus herederos. En segundo, debido a que sus descendientes no han hecho nada para merecer los bienes recibidos, pues constituyen un regalo de sus progenitores.

En tercer lugar, si solo existe un heredero, el beneficiario no abona nada por dicho impuesto en casi todas las autonomías, si el finado poseía una vivienda estándar y unos ahorros inferiores a los 200.000 €. No obstante, muchas personas están convencidas de que su herencia vendrá acompañada de una onerosa factura. Por eso, una gran parte de los españoles son contrarios al impuesto de sucesiones, pues observan unos perjuicios inexistentes y no ven sus ventajas.

El repago de tributos consiste en pagar dos o más veces a Hacienda por los salarios obtenidos, los dividendos empresariales o las plusvalías procedentes de inversiones inmobiliarias y financieras. Para numerosos economistas neoliberales, así sucede cuando por los anteriores conceptos los contribuyentes pagan inicialmente IRPF y después otro gravamen.

En relación con el tributo adicional, dichos economistas siempre citan a los impuestos de patrimonio y sucesiones, pero nunca al IVA. Lo hacen porque el primero lo pagan los adinerados, el segundo sus descendientes y el tercero afecta proporcionalmente en mayor medida a los hogares con bajos ingresos que al resto de la población.

El argumento del doble abono de impuestos es simple y falaz, pues va en contra de los principios tributarios básicos. La explicación al eslogan debe ser sencilla, dado que sus creadores pretenden que el falso razonamiento lo entienda todo el mundo. Es falaz porque Hacienda no te puede cobrar impuestos dos veces por un mismo concepto (hecho imponible), pero sí en más de una ocasión por distintos asuntos.

Así, por ejemplo, lo puede hacer por los ingresos obtenidos, la riqueza poseída y la heredada. Los primeros son gravados por el IRPF, la segunda por el impuesto de patrimonio y la tercera por el de sucesiones. También por la compra de un automóvil y su tenencia. Al adquirirlo, el comprador paga el IVA o el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales. Por mantenerlo, sufraga el Impuesto de Vehículos sobre Tracción Mecánica, conocido popularmente como el gravamen de circulación.

En definitiva, cuando se trata de impuestos, no hay que mirar únicamente lo que uno abona, sino también lo que recibe de la Administración, tanto ahora como en el futuro (las pensiones públicas). No obstante, no es fácil hacer las cuentas correctas, ya sea por falta de información de lo sufragado u obtenido o porque uno suele sobrevalorar lo que paga e infravalorar lo que recibe.

La mayoría de los servicios públicos son gratis para los ciudadanos, pero todos tienen un coste. Los más beneficiados por ellos son las personas más humildes, especialmente por proporcionarles acceso a la sanidad, educación y asistencia social. Para financiarlos, la Administración obliga a los que más ganan y riqueza poseen a ayudar mediante el pago de impuestos a los que menos ingresos tienen.

Por eso, en la segunda mitad del siglo XX, el aumento de los gravámenes en los países desarrollados permitió la creación de un Estado del Bienestar y la asunción por parte de la Administración de la función efectuada por distintas asociaciones caritativas, tales como el Ejército de Salvación. Lo que antes daban los ricos si querían, ahora lo han de proporcionar obligados por Hacienda. Y si el sistema tributario es progresivo, el importe destinado a los demás es mucho mayor que el ofrecido en el siglo XIX y durante la primera mitad del XX.