Al hecho de que la realidad es una percepción se le une que no hay recuerdo sin emoción. Nuestra identidad es un componente inexcusable de nuestra personalidad construido a base de condicionantes emotivos, experiencias vividas, circunstancias del ambiente y, en no poca medida, factores genéticos.
No existen transmutaciones ni reencarnaciones, ni genealogías que condicionen, siempre y plenamente, el devenir de cada cual. Somos productos del paso y la experiencia, en ningún caso plenamente libre, en ningún caso solo soñada.
Iniciado el ocaso del verano y la vuelta a la cotidianeidad, la melancolía por el tiempo recién pasado se une, en aquellos “que tenemos pueblo”, a los recuerdos, cimiento de la identidad personal, que uno guarda en lo más emocional de su intelecto; en parte ilusiones, pero estando todo, siempre, anclado en un contexto.
Anguita puede considerarse el centro de la Celtiberia Nuclear (es decir, el territorio del Sistema Ibérico compuesto por los territorios limítrofes entre ambas Castillas y Aragón, en esencia).
Habitado por unas, aproximadamente, setenta personas en invierno (multiplicándose por varios dígitos en verano), se trata del antiguo núcleo económico del histórico, y antaño relevante, Común de Villa y Tierra de Medinaceli (posterior Condado y Ducado).
Bañada por el río Tajuña, por sus hoces y hocines medraron los antiguos celtíberos y, siendo tierra de frontera entre al-Ándalus y la Cristiandad (su icónica Torre de la Cigüeña así lo atestigua), y posteriormente, entre Castilla y Aragón, por Anguita pasaron personajes tan relevantes como el Cid (siendo, de hecho, el juglar originario de la zona, por la extrema precisión con que nombra los enclaves y lugares).
“Por las Cuevas d´Anquita ellos passando van, passaron las aguas, entrando al campo de Taranz”, cuenta el Cantar. Anguita siempre fue tierra de frontera, y no sólo por ser “mi pueblo”, es un ejemplo evidente de lo que significa la invertebración de la España rural.
Aunque siempre hubo territorios sujetos a la directa dependencia de Obispos y Órdenes religiosas, conforme el avance de la Reconquista, las diócesis ordenaron territorios con base a criterios económicos e históricos (que no siempre dependían de la disposición, mayoritariamente, de las cuencas hidrográficas).
Así, siguiendo con el ejemplo anguiteño, la localidad (hoy en la provincia de Guadalajara) formó parte, como hoy en día, de la Diócesis de Sigüenza, sólo que ésta llegó a alcanzar hasta Calatayud y siempre, hasta tiempos recientes, a las tierras del Alto Jalón (las, hoy sorianas, tierras de Medinaceli).
Un mismo territorio histórico partido, hoy en día, entre tres provincias y tres autonomías (y en lo eclesiástico, entre tantas otras diócesis, tras la aberración de la adecuación, principalmente, del terreno de la diócesis al de la provincia, desposeyendo, en la práctica y en exclusividad, de obispo y administración eclesiástica a lugares como Sigüenza en pro de la capital provincial).
El “café para todos” tuvo una clara motivación europea (vertebrando territorios más aptos para las ayudas y que no hicieren contrapeso a otros territorios con una mayor cohesión como nacionalidad).
Aunque en esta ocasión no ha sido zona arrasada por los incendios (ya perdió su pinar en el verano de 1994, y en su término, concretamente en Santa María del Espino, antigua Rata del Ducado, perecieron once bomberos en 2005 en el macro incendio de los pinares del Ducado) el debate sobre la vertebración, no sólo rural, con ocasión del funesto verano en cuanto a incendios forestales se refiere, vuelve a escena.
No hay mayor desigualdad que tratar por igual a lo que es desigual. Al dogma de que la administración más cercana es más eficiente a la más lejana se le une la contradicción pública (cara a galería y discurso) de menospreciar a las provincias como ente (otra cosa es su extensión y adecuación al territorio).
Precisamente, recién acabada la Guerra de Independencia (los territorios del entorno de Anguita salen en Los Miserables, al arrasar las tropas francesas capitaneadas por el General Hugo (padre de Víctor Hugo) la región, como buena parte de España) se constituyó una de las primeras Diputaciones Provinciales de España en el ayuntamiento de Anguita (antigua casa del Recaudador de los Medinaceli), el 25 de abril de 1813.
Paradójicamente, como casi todo en lo humano, al sinsentido de que Medinaceli y Anguita pertenezcan a dos provincias (Soria/Guadalajara), dos diócesis (Sigüenza/Burgo de Osma) y dos comunidades autónomas distintas (Castilla-la Mancha/Castilla y León), se le une un fuerte apego, por parte de los lugareños, a la institución de las diputaciones (algo semejante ocurre en el medio rural catalán, donde, incluso, se ha experimentado, no sólo con las comarcas, sino con la rescatada institución de las “veguerías”).
Problemas como los desplazamientos sanitarios, la falta de automatización de los requisitos y procedimientos administrativos (ya informáticos) dentro del territorio nacional y la distribución de los efectivos y recursos de prevención y lucha contra incendios y otras calamidades acontecen cutre caricatura de una España aún no vertebrada, sobre todo, en cuanto a la Celtiberia, que por despoblación y falta de interés (salvo para conseguir escaños) no es objeto de la atención debida.
Si algunos fundamentan (véase una histórica sentencia del Tribunal Constitucional alemán) la institución de la legítima hereditaria en la llamada “solidaridad intergeneracional”, no es osado reutilizar el propio término para tratar la necesaria solidaridad que debemos tener todos, no exclusivamente aquellos que tenemos un origen más o menos inmediato, con el campo que tanto nos ha dado. El “pueblo” no es sólo una postal para el verano, sino parte de la identidad de cada cual.
Pasa el tiempo, pero no la esencia al ser éste magnitud. La extrema aglomeración en metrópolis motivada por nuestra geografía (como sucede en Turquía, por ejemplo) no puede tapar lo bucólico barnizándolo de opaca mercantilidad actual. Para algunos el pueblo no es sólo genética, sino parte del propio ser; para todos, el mundo rural es parte del binomio de toda nación, y motivo de necesaria solidaridad y agradecimiento.