Hace poco menos de un año, publiqué en este mismo medio un artículo en el que hablaba sobre la acreditada relación entre la falta de iluminación de la vía pública con la delincuencia.
Y sobre la base del conocido estudio “Reducing Crime Through Environmental Design: Evidence from a Randomized Experiment of Street Lighting in New York City”, realizado por el Crime Lab de Nueva York en el año 2019, y los experimentos criminológicos llevados a cabo a partir de sus conclusiones en varias ciudades de Latinoamérica, argumentaba que el aumento de la iluminación en algunas zonas de la ciudad, en especial en aquellas con altos niveles de delincuencia, lograría reducir considerablemente los delitos allí cometidos y, en concreto, los robos.
Pero ha pasado un año y muchas de las calles de Barcelona, sobre todo en Ciutat Vella, donde la delincuencia es mayor, permanecen en la penumbra. Y los robos con violencia, en cuya comisión más de una vez se emplean armas blancas, siguen siendo la tónica habitual, a pesar de las reiteradas quejas de los vecinos, que ya no soportan el clima que se respira.
Una inacción culpable por parte de los poderes públicos que, cada día que pasa, genera problemas. Y a la que se ha sumado otra que podría incrementar aún más la inseguridad: la suciedad.
Porque Barcelona, dejando a salvo los barrios situados por encima de la Diagonal y al oeste, de espaldas al mar, de la Vía Augusta, así como algunas calles más “turísticas”, está sucia y muy poco cuidada.
Las aceras están recubiertas de manchas negras, de viejos chicles desechados y ahora incrustados en el pavimento. Las grietas y los desniveles en el suelo son habituales incluso en las calles principales, como en la avenida Josep Tarradellas, en el extenso tramo que va desde la estación de Sants hasta la avenida de Sarrià.
Los residuos, si bien se recogen de los contenedores, no ocurre lo mismo cuando están sobre las aceras. Al igual que las hojas caídas de los árboles, que durante el mes de agosto han tapado el pavimento de varias de las calles de la Nova Esquerra de l’Eixample.
Los grafitis, las “firmas” de grafiteros, descontrolados y, en cierta medida, tolerados, recubren las fachadas de cientos de edificios, obligando a los dueños de los comercios a contratar sus servicios para “decorar” sus persianas metálicas y así evitar que otros las vandalicen.
Y los innumerables “sintecho”, muchos de ellos drogadictos, que se asientan en las esquinas, en los vados escasamente utilizados por vehículos o en los bancos públicos, edifican auténticas “viviendas” de cartón, con colchón, mesilla de noche e incluso decoración, bajo la mirada atónita de los vecinos, sobre todo cuando sienten la necesidad física de hacer aguas, mayores o menores, pues muchos convierten el espacio que separa los contenedores de basura en su baño personal, generando olores nauseabundos y favoreciendo la aparición de cucarachas.
Y esto último sucede incluso en la misma Nova Esquerra de l’Eixample, en las calles París, Londres o Comte Borrell, todas próximas a la conocida plaza de Francesc Macià, sin que el Consistorio, el responsable de la limpieza de las calles, y más concretamente, los regidores con competencias de gobierno y sus cientos de asesores hagan absolutamente nada.
Una política o, mejor dicho, una ausencia de política que, como he dicho, al igual que la decisión de no iluminar adecuadamente las calles, genera delincuencia.
En este sentido, se manifiesta John Morton, experto ambiental del Banco Mundial, que dijo que "un espacio con desorden y basura es percibido como que no hay personas cuidando ese lugar". Y, por tanto, como no hay control o, al menos, eso es lo que perciben los delincuentes, estos se sienten mucho más atraídos a cometer delitos en dichas zonas. “Es el síntoma y también es parte de la causa -continúa diciendo John Morton-; el barrio se advierte como más indefenso”.
Aunque también podría citarse la conocida teoría de la “ventana rota”, introducida en los años ochenta por los criminólogos James Q. Wilson y George L. Kelling. Es decir, si en un edificio aparece una ventana rota y nadie la repara, pronto habrá muchas más. Porque se trata de un signo de deterioro que lanza a quienes lo perciben el mensaje de que aquí nada se cuida, de que todo está abandonado. Y esto puede convertirse en un caldo de cultivo para el desorden y lo que este trae consigo, la criminalidad.
Que es lo que, desde hace varios años, por un cúmulo de factores, derivados de una mala gestión y de una mala legislación, está sucediendo en nuestra ciudad, antaño luminosa y hoy decadente.