El problema de Josep Rull es que es el único militante de Junts que ostenta un cargo, y claro, sus jefes le habrán dicho que tiene que hacerse notar, porque si no, de Junts ya no queda nada, salvo un tipo que vive en Waterloo y del que ya no se acuerda casi nadie. No es que Rull ostente mucho con su cargo, porque ser la segunda autoridad de Cataluña es lo mismo que ser la segunda autoridad de La Rioja o de Cantabria, y nadie sabe quiénes son. Para que nos entendamos, la segunda autoridad de una comunidad autónoma española tiene poco más o menos el mismo rango que la segunda autoridad de una escalera de vecinos, y yo ni siquiera sé quién lo es en la mía.

Así las cosas, para evitar que Junts caiga en el olvido, a Rull le han ordenado que, en lugar de ejercer de presidente del Parlament, lo haga de invitado pelmazo en cualquier acto folclórico que se celebre en Cataluña, y así vemos al pobre hombre inaugurando una feria del embutido en algún lugar del pirineo, asistiendo a un premio literario convocado por una asociación de vecinos u ordeñando unas hermosas ubres en el festival de vacas frisonas de cualquier aldea catalana. Métase usted en política para terminar de mono de feria.

Los presidentes de parlamentos más o menos serios tienen sus funciones perfectamente delimitadas y no se dedican a recorrer el territorio siguiendo el calendario de fiestas locales. Si Rull aspiraba a eso, haberse hecho viajante de comercio o haberse apuntado a un circo. No diré que Rull esté ridiculizando el cargo de President y hasta el propio Parlament, porque uno y otro han sido siempre ridículos, lo que está ridiculizando es a su propia persona, aunque mucho me temo que también lo ha sido siempre.

Sus jefes le habrán comunicado que asistir a presentaciones de libros y a conciertos en la playa está muy bien, pero que eso no basta para reanimar a un muerto viviente como Junts, así que Josep Rull ha tenido la brillante idea de gastarse 93.000 euros de los ciudadanos en izar una bandera; si con eso no pasa a la historia, es que su destino es precisamente no pasar. La bandera, catalana por supuesto, se izará en un mástil de 25 metros de altura y tendrá una superficie de 54 metros cuadrados, lo que vienen a ser 9x6 metros. No son unas dimensiones casuales, sino que están llenas de simbología: 25 son los militantes de Junts que siguen confiando en sus líderes, y 9x6 es la medida estándar de la piscina que los dirigentes de Junts tienen en su chalet.

Parecía que Rull ya había tocado el techo de sus capacidades intelectuales asistiendo a la XVI Fira de l’Aiguardent en Prat de Comte y a la XII del Porc de Riudellots de la Selva, pero se guardaba todavía un as en la manga: impulsar la construcción e izado de “la senyera més grossa de totes les senyeres que es fan i es desfan”. Existe el peligro de que el día de la inauguración oficial de la bandera -está prevista el 10 de septiembre- Josep Rull se salte el protocolo y empiece a trepar como un mono por el mástil, pensando que es el juego de la cucaña, confusión comprensible en un hombre cuya más importante función es recorrer las fiestas mayores. Es de esperar que los escoltas estén vigilantes y le impidan mostrar en público sus habilidades simiescas.

Lo de la bandera gigante pasará pronto a ser el logro más importante de la presidencia de Rull en el Parlament, el legado que va a dejar este gran estadista a la posteridad. Una bandera del tamaño de una piscina privada. Para que después digan que Junts no lucha por la independencia de Cataluña; para que después digan que nuestros impuestos se dedican a fruslerías; para que después digan que los políticos catalanes viven alejados de la realidad.