El 47 (y 45) presidente norteamericano, fiel a su estilo, ha vuelto a agitar el tablero global. Sus amenazas de imponer aranceles prohibitivos a medio mundo han dado paso a una cascada de negociaciones que, poco a poco, están dando frutos.

Los acuerdos alcanzados moderan las cifras iniciales, evitando el colapso del comercio internacional, pero consolidan un aumento notable de los ingresos fiscales de Estados Unidos. El mundo sigue girando, más o menos como antes, pero con un claro ganador: Washington.

Antes de la era Trump, el arancel norteamericano medio global rondaba el 2,5%. Ahora, las proyecciones apuntan a un 15%, un salto que podría suponer que los aranceles alcanzasen casi el 5% de la recaudación fiscal estadounidense. No es poca cosa.

Países como Arabia Saudí, Indonesia, Filipinas, Japón o Reino Unido han firmado acuerdos comerciales que, además de aranceles, incluyen compromisos de compra de productos estadounidenses, desde gas hasta armamento.

La Unión Europea no se queda atrás: negocia un pacto que combina aranceles del 15% con la adquisición de gas de fracking y material bélico. Una ironía para una Europa que presume de verde y pacifista, pero que abraza el gas de esquisto, cuya extracción está lejos de ser sostenible, así como las armas made in USA. ¿A quién le importa la coherencia cuando hay intereses en juego?

Trump parece estar ganando esta primera batalla arancelaria, que esconde una estrategia más compleja. No se trata solo de equilibrar la balanza comercial —el déficit de bienes de Estados Unidos superó los 1,2 billones de dólares en 2024, una cifra comparable al PIB de España—, sino de engrasar una ambiciosa agenda de política exterior.

Trump aspira a apagar fuegos como la guerra en Ucrania o el conflicto en Gaza, prevenir nuevos enfrentamientos —como de Camboya y Tailandia— y reforzar su frontera sur contra la inmigración y el narcotráfico, todo ello sin desplegar tropas. Su objetivo final: que Europa asuma su propia defensa frente a Rusia, liberando a Estados Unidos para centrarse en su verdadero rival, China.

Pekín, con su visión de largo plazo y su ambición de convertirse en el centro del mundo, es la gran incógnita. No es cuestión de si China desafiará a sus vecinos, sino de cómo y cuándo lo hará. Mientras tanto, Trump ha logrado alinear a sus aliados.

Lo vimos en la cumbre de la OTAN en Países Bajos, donde el mundo pareció rendir pleitesía al “emperador” estadounidense, y en los acuerdos comerciales que favorecen a Washington y aunque a regañadientes, todos van firmando.

Sin embargo, no todo es perfecto. El dólar, que a principios de 2025 rozaba la paridad con el euro, ha caído un 15%, a pesar de unos tipos de interés del 4,25% frente al 2% del euro. Una maniobra calculada para abaratar las exportaciones y reducir el déficit comercial, pero que plantea interrogantes sobre su sostenibilidad. Cuando la Reserva Federal ceda y baje los tipos podemos ver un dólar equivalente a 0,8 EUR. Y en ese escenario el mercado de deuda puede tener turbulencias serias.

El gran desafío del movimiento MAGA, sin embargo, no está en los aranceles ni en el tipo de cambio, ni en la diplomacia, sino en la reindustrialización. Con una tasa de paro del 4% —y estados como Dakota del Sur al 1,8%—, Estados Unidos enfrenta una escasez crítica de mano de obra.

Sin un estado del bienestar robusto, todos trabajan, incluidos los inmigrantes sin papeles, y más de uno pluriempleado. Pero para que el made in USA resurja, primero hay que producir, y las señales de una reindustrialización efectiva brillan por su ausencia. Trump ha ganado terreno, pero el camino sigue estando plagado de interrogantes.