Con la elección de León XIV como nuevo Papa, se ha esfumado, al mismo tiempo que la fumata blanca, una de las últimas oportunidades del independentismo, visto que las anteriores terminaron todas en estrepitoso fracaso.

Si por lo menos el sucesor de Francisco hubiera sido catalán, no digamos ya si encima hubiera sido independentista, habría ahí una posibilidad, que un Papa tiene línea directa con Dios, y ya que en la tierra nadie ha querido saber nada de las aspiraciones secesionistas catalanas, tal vez en el cielo conseguirían apoyo. Ahí arriba no falta nunca alguien de buen corazón que se apiade de los oprimidos, aunque sean oprimidos de mentirijillas. El ordinal XIV que le corresponde al nuevo Papa es una buena señal para los catalanes, no en vano aquí hemos parado la máquina del tiempo en 1714, pero no parece suficiente para engatusar al flamante pontífice y convertirlo a nuestra causa.

Lo ideal habría sido nombrar a Junqueras, que es el político independentista con el aspecto físico más papal. El orondo Junqueras podría pasar por obispo o por cardenal, con lo que el cargo de Papa sería solo un escalón más en su carrera eclesiástica. Oriol I se habría hecho llamar. Ya sé que quien es nombrado Papa puede elegir el nombre que le plazca y que este no tiene que coincidir con el suyo propio -de hecho, nunca coincide- pero de todos es sabido que Junqueras no es hombre con demasiada imaginación, con lo que deberíamos conformarnos con Oriol I, que no es poca cosa.

No pudo ser, al parecer nadie le avisó de que para ser elegido debía ir a Roma por cualquiera de los caminos que ahí conducen, así que el independentismo ha perdido un sumo pontífice para la causa y, lo que es peor, el catolicismo ha perdido un Papa con auténtica pinta de Papa. En una época en que la imagen lo es todo, un Oriol I habría servido para impulsar de nuevo al catolicismo, que buena falta le hace.

A falta de Junqueras, el otro candidato a Vicario de Dios que se ha dejado perder el independentismo ha sido Carles Puigdemont. Sin desmerecer su apariencia cardenalicia, -no le falta ni siquiera la imprescindible papada- es evidente que no ofrece las mismas prestaciones que todo un Junqueras, pero, a cambio, posee otras cualidades, como el estar siempre en posesión de la verdad y el escaso apego al trabajo, indispensables en el cargo eclesiástico más elevado. De haber presentado este currículum para ocupar el papado, estoy seguro de que el Espíritu Santo –que es quien tiene la última palabra en estos asuntos- le habría tenido en consideración.

El problema, con Puigdemont, ha sido otro: para alguien como él, que se considera Dios, ser nombrado Papa habría sido un paso atrás en su carrera, casi como un insulto, así que, ofendido ante la sola idea, declinó la sola posibilidad de postularse al cargo. Prefirió seguir con lo suyo, que es ser objeto de adoración de los creyentes, así como receptor de rezos y de peticiones de milagros, como todo Dios. A cambio, no tiene más que observarlos con sonrisa beatífica y repetirles de vez en cuando que “quien no está conmigo, está contra mí”, que vale lo mismo para el PSOE que para ERC.

Sin estos dos aspirantes, el independentismo no podía aspirar al papado y, con ello abandonaba toda pretensión de soberanía. La posibilidad de proponer al presidente de la ANC, Lluís Llach, quedó descartada de inicio. Su forma de expresarse es más de cura de pueblo que de alto cargo de la Iglesia y, además, su explícita orientación sexual le cerraba todas las puertas del Vaticano, un lugar todavía no preparado para una revolución de este calibre. Y mucho menos para ver aparecer en el balcón de San Pedro a un tipo que en lugar de la tiara luce un gorro de ganchillo.