Bajo los soportales del antiguo Ayuntamiento, una joya del gótico civil, frente a la Casa del Doctor Robert y en sus confesiones peripatéticas sobre el paseo Maristany, durante el verano del 53, en Camprodon. Faltaban ocho años para el Club de Roma y España se sumergía en la autarquía económica. Dos jóvenes veraneantes recorrían puntos cercanos: Les Gorgues del Beget, Setcases o Sant Pau de Segúries, nidos del románico escultural e inspiración del clasicismo vocacional.
Los refundadores de la economía española convivieron en los paisajes que compartieron Perejaume, Joan Brosa, Sabartés, Palau i Fabre, Espriu o la novísima Anna Maria Moix. Oyeron el lejano grito seminal de Carles Riba: Sunión!, cabecera firme de Elegies de Bierville, mientras el poeta traducía alimenticiamente a Edgar Allan Poe o Franz Kafka.
Y fue allí, en Camprodon, donde Carlos Ferrer-Salat, que sería el fundador de la CEOE, y su amigo Joan Mas Cantí, decidieron crear el Fórum Condal, origen del Club Comodín, germen del actual Cercle d’Economía. Eran jóvenes estudiantes, mientras el Mediterráneo se alejaba de la Europa septentrional; y eran medianamente conscientes de que un falla geográfica y cultural, situada debajo de los Pirineos, suponía un gran estímulo para la imaginación. Decidieron inventar en medio de la oscuridad de los años duros. Las repúblicas fascistas y comunistas habían arrasado el Este desde el Adriático al Mar Tirreno. Francia resplandecía, Alemania salía de la tumba de la germanofilia, Inglaterra retomaba el pulso sin la Commonwealth y EEUU era la Meca de Occidente.
Los Ferrer vivían la calle Llúria de Barcelona y eran vecinos de los Vilarasau. De niños, Carlos Ferrer y Josep Vilarasau, el financiero que convertiría a La Caixa en una primera marca europea, patinaban, en compañía de una asistenta, en la antigua pista de la Plaza Tetuán, donde mucho después se levantaría la escultura monumental del Doctor Robert.
En sus primeros escarceos, Ferrer-Salat, Mas Cantí y Carles Güell de Sentmenat se acercaron a los influyentes Calvo Serer, Maurici Serrahima, Josep Trueta, Josep Benet o Guillermo Casanovas. Partían de la convicción de que Europa ha caminado siempre en la dirección del liberalismo, un cosmopolitismo robusto alejado del nacionalismo reaccionario. El destino euroasiático era entonces inimaginable; los nuevos líderes de la sociedad civil todavía encapsulada emergían del nido frío que dejó el resto de una guerra y de un régimen nacional-católico cuyo fin era todavía lejano. Descontaron el adanismo ; evitaron la carroza voladora de Flordeneu que une las estribaciones de la gran montaña frente a sus veraneos en el valle nemoroso. Anticiparon que la democracia era lo primero, pero que, una vez conseguida, esta nunca debería darse por descontada. Y ahora siete décadas después, la historia les da la razón.