La muerte del papa Francisco ha desatado una oleada de elogios que, por su intensidad y unanimidad, resulta tan conmovedora como desconcertante.
Líderes mundiales, desde Donald Trump hasta Xi Jinping, sin olvidar al también argentino Javier Milei, quien dedicó algunos insultos a Bergoglio en vida, han ensalzado su humildad y ejemplaridad; activistas de derechos humanos y ecologistas han llorado al defensor de los pobres; incluso sectores laicos y muy críticos con la Iglesia han reconocido en él a un faro moral, como es el caso en España tanto de Sumar como de Podemos.
Apenas 12 años después de su elección, Jorge Mario Bergoglio parece haber alcanzado una santidad oficiosa, un consenso que, en su rareza, invita a la reflexión: ¿es esta unanimidad un reflejo genuino de su legado o un espejismo de algún tipo de nostalgia colectiva?
Nadie puede negar el impacto de Francisco. Su pontificado rompió moldes desde el primer día, cuando eligió un nombre inédito y renunció a los oropeles vaticanos. Sus gestos (el lavado de pies a presos, su abrazo a los enfermos, su denuncia de la "globalización de la indiferencia") construyeron una imagen de autenticidad que resonó más allá de los muros católicos.
Laudato si', su encíclica sobre la crisis climática, se convirtió en un manifiesto global, mientras que su énfasis en la misericordia y su tímida apertura hacia divorciados y personas LGTBI insinuaron una Iglesia menos rígida. En un tiempo de polarización, Francisco quiso hacer de puente: habló a los pobres y a los poderosos, a los creyentes y a los agnósticos, con un lenguaje que parecía desarmar cualquier crítica.
Sin embargo, esta rápida canonización tras su muerte merece un escrutinio. Francisco no estuvo exento de contradicciones. Sus reformas internas, como la lucha contra la corrupción en la Curia o la gestión de los abusos sexuales, avanzaron a trompicones, frenadas por resistencias internas y, a veces, por su propia prudencia.
Su discurso progresista chocó con decisiones conservadoras, como el inmovilismo sobre el celibato en el sacerdocio o el marginal papel de las mujeres en el seno de la Iglesia católica. En la arena internacional, sus silencios sobre regímenes como China o Venezuela generaron frustración entre quienes esperaban una voz más firme. Tampoco su posición ante la agresión rusa en Ucrania fue nada clara.
En América Latina, su peronismo implícito lo hizo tanto un héroe popular como un enigma político. Y en España, mantuvo un ensordecedor silencio durante el procés, incluso tras los días más críticos de la intentona separatista, para decepción de unos y otros, aunque en 2021 abogó por la reconciliación de los españoles con su propia historia.
La unanimidad actual, entonces, parece más emocional que racional. Los elogios, aunque sinceros, tienden a difuminar las aristas de un pontificado complejo. Es como si, en un mundo huérfano de figuras de autoridad moral, la muerte de Francisco hubiera desatado una necesidad de idealizarlo, de proyectar en él las esperanzas que su figura inspiró, pero no siempre concretó.
La prensa global, los líderes políticos y hasta las redes sociales, donde #PapaFrancisco se ha convertido en un altar virtual, parecen competir en una hagiografía colectiva que, curiosamente, él mismo habría rechazado. De repente, hemos dejado de hablar de los aranceles de Trump para hacerlo solo de la muerte del Papa y el proceso sucesorio.
El legado de Francisco no necesita exageraciones para valorarlo en su justa medida. Fue un pastor pragmático que intentó llevar al Vaticano al encuentro del mundo, aun a costa de tensiones internas y externas.
Su muerte, en plena efervescencia del jubileo 2025, deja a la Iglesia en una encrucijada: ¿seguirá su senda reformista o se replegará de nuevo? El desafío para el mundo católico no es solo honrar su memoria, sino entenderla sin edulcorantes. Porque Francisco, con sus luces y sombras, fue más humano que santo.