Estamos asistiendo a una polarización creciente en el debate público, donde el ultrafeminismo, el que mejor sintoniza con la agenda del wokismo, está jugando un papel muy negativo para la causa que dice defender.
Las delirantes reacciones antijurídicas a la reciente sentencia absolutoria del TSJC sobre el futbolista Dani Alves, que anteriormente había sido condenado por la Audiencia de Barcelona de un delito de agresión sexual, son el último ejemplo.
En lugar de celebrar los avances tan importantes en la lucha contra la violencia de género, sin que por eso sea incompatible que un tribunal integrado mayoritariamente por magistradas haya absuelto de forma valiente, atendiendo solo a los hechos probados, ese feminismo izquierdista está fortaleciendo la base sociológica de la extrema derecha.
El tono inquisitorial que emplea hacia los que no comparten sus apreciaciones, o cuando la justicia contradice esa pretensión absolutista de que la “víctima” siempre tenga la razón, está generando un caldo de cultivo perfecto para alimentar un conservadurismo reaccionario.
Al demonizar al hombre como categoría, sospechoso por definición, y al reducir situaciones complejas como son las relaciones sexuales a una narrativa de opresión patriarcal, aleja a amplios sectores de la población que, de otro modo, podrían ser aliados en la lucha por la igualdad. La consecuencia es previsible: muchos hombres, especialmente varones jóvenes, que se sienten señalados o discriminados injustamente encuentran en los discursos de la extrema derecha una válvula de escape, un refugio donde se les promete recuperar una dignidad que perciben perdida.

La retórica incendiaria que estos días hemos escuchado a raíz del caso Alves por parte de María Jesús Montero, cargándose la presunción de inocencia, o de Ione Belarra, estallando contra la “violencia institucional y la justicia patriarcal”, alimenta la caricatura que la derecha ultra necesita para prosperar.
Además, como sarcásticamente un tuitero anónimo ha escrito en X, llama la atención que Belarra ignorase lo que Juan Carlos Monedero hacía en Podemos con algunas mujeres, pero esté ahora tan segura de la agresión sexual de Alves, y lo mismo se puede decir de Yolanda Díaz, que ignoraba el comportamiento tocaculos de Íñigo Errejón, pero que también se ha indignado mucho con la absolución del futbolista, o de la vicepresidenta Montero, que tampoco vio lo de Ábalos y las prostitutas, pero que está pidiendo a gritos un régimen inquisitorial contra los hombres denunciados.
Cuando se insiste en medidas punitivas desproporcionadas, en exigir sentencias condenatorias, o en una visión del mundo donde el género es una guerra sin cuartel, se entrega a los reaccionarios un enemigo claro y tangible.
Formaciones como Vox en España o los movimientos identitarios en Europa no están dudando en aprovechar este regalo, presentándose como los defensores de una "normalidad" entre sexos amenazada por la "ideología de género". El ultrafeminismo, en su afán de deconstruirlo todo, termina construyendo el andamiaje de su propio adversario.