Pertenece al género cándido, cuya etimología oscila entre la literalidad de la blancura de túnica que se les exigía a todos aquellos aspirantes a ocupar algún cargo u honor político en la antigua Roma –los inmaculados candidatos–, y su sentido figurado (léase moral), pensar que la mejor manera de evitar una guerra es desistir del derecho a la legítima defensa que tiene cualquier individuo y, por extensión, una sociedad en su conjunto. 

Probablemente por eso las voces públicas que critican la operación de rearme militar en Europa, consecuencia indeseada de la llegada de Trump a la Casa Blanca, tienen escasas opciones de ser oídas y tenidas en cuenta por los dirigentes políticos. A todos ellos los condiciona tanto la alianza París-Berlín, a la que se ha sumado Londres en una especie de retorno simbólico al eje continental tras el Brexit, como la certeza de que Washington está en estos momentos más próximo a Moscú que a cualquier cancillería europea. La cruda realidad siempre se impone a los buenos deseos.

Sabemos también de sobra que ninguno de los atributos característicos de la candidez –como la sencillez, la ingenuidad y la ausencia de malicia– es aplicable a Pedro I, El Insomne, nuestro líder sin mayoría, pero ayer mismo lo vimos en el Congreso, al que él ha reducido a un escenario de opereta, cercenando su condición de foro de debate, decir con ojos de colegial que el rearme (inevitable) no va a afectar nunca al gasto social, cuando nada hay más social que una auténtica guerra.

De esta afirmación se desprende, a su vez, que la única candidez que podemos encontrar en el discurso del presidente del Gobierno es la misma que habita en la levadura: la propia de un hongo. El Insomne, sin duda, es un optimista contumaz, igual que el Cándido de Voltaire. No ganó las elecciones, pero conquistó la Moncloa. No tiene mayoría, pero logró ser investido. No puede aprobar los presupuestos, pero gobierna mediante decretos y gracias a cesiones (infames) en favor de las minorías separatistas. 

Ser optimista, en su caso, no es un acto de voluntad. Es una obligación. Carece de principios y escrúpulos, pero ninguna de estas dos ausencias parecen importarle demasiado a los progresistas profesionales, convertidos en caudillistas súbitos para los que armar a un ejército no es prepararse para una posible guerra. Es una inmejorable oportunidad para acelerar el avance tecnológico. ¿Quién dijo no a la guerra?

La nueva coyuntura mundial, sin embargo, parece haber conducido al sanchismo a un callejón de difícil salida. Además de no poder gobernar España, pierde puntos en Europa ante su falta de entusiasmo con el plan para financiar el rearme, una situación inédita tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Como el Cándido de Voltaire, Sánchez habita en su propia burbuja: su entorno le dice que es un genio, pero su situación parece catastrófica. Sólo es una marioneta de intereses ajenos a los suyos porque no tiene más objetivo que perdurar. A costa de todos nosotros.

No parece probable tampoco que su final vaya a ser el que Voltaire imaginó para su personaje: incapaz de disfrutar de una felicidad modesta, no imaginamos al presidente cultivando su jardín y entregado a los placeres de su biblioteca, un destino equivalente al que eligiera vivir en el monasterio de Yuste un personaje como el emperador Carlos I. 

Sánchez va a seguir diciendo que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que el gasto en armas es, en el fondo, un gasto tech, que los progresistas no matan nunca a nadie, que lo blanco es negro y viceversa, pero sin mayoría propia, sin presupuesto, sin garantías de sobrevivir a esta legislatura demencial y cercado por casos de amiguismo, nepotismo y corrupción, algunos de los suyos, que le han consentido todo durante tanto tiempo, empiezan a ver por primera vez con verdadera inquietud y preocupación sincera las consecuencias de sus célebres cambios de criterio. Quizás hasta tenga suerte y la historia lo recuerde como el primer autócrata en potencia que se declara pacifista, por supuesto sin serlo. Un absoluto adelantado en un tiempo lleno de contradicciones.