Soplan vientos de fronda en Occidente. La llegada del grotesco Donald Trump a la presidencia de EEUU ha provocado un seísmo de dimensiones planetarias, cuyas consecuencias son al día de hoy impredecibles. Las añejas estructuras moldeadas por Europa y Norteamérica están en entredicho y amenazan con desmoronarse como un castillo de naipes.

El viejo continente se prepara para asumir su propia defensa, tras 84 años de vegetar bajo el paraguas salvador de los yanquis. Tal circunstancia significa que España va a tener que gastar en armamento un dineral del que carece por completo.

Esta cuestión se ventilará, como viene ocurriendo durante los últimos lustros, a base de engordar la gigantesca deuda estatal. Se trata de una patada adelante y quien venga después, que se las componga.

A un personaje egocentrista y narcisista como Pedro Sánchez, acorralado por la corrupción de sus familiares y colaboradores más próximos, endosar esa descomunal losa a las futuras generaciones le trae al fresco. Solo tiene una idea enfermiza entre ceja y ceja, continuar en el cargo a toda costa, caiga quien caiga.

En el plano económico, las voces que piden un drástico recorte de las regulaciones y los impuestos empiezan a ser ensordecedoras. En la reciente feria barcelonesa de la telefonía Mobile, una legión de altos directivos reclamó menos leyes intervencionistas y más libertad para que empresas y emprendedores puedan desenvolverse sin férreos corsés paralizantes.

Se calcula que en España hay en vigor no menos de 125.000 normas. Cada año, el Gobierno y las autonomías engordan el arsenal coercitivo con otras 8.000. Solo el pasado ejercicio, el BOE expelió la bagatela de 260.000 páginas, que en teoría, todo bicho viviente está obligado a cumplir a rajatabla.

Nuestro país viene sufriendo cuatro Administraciones superpuestas, a saber, la nacional, las comunidades autónomas, las diputaciones y los ayuntamientos. En Cataluña, además, por aquello del “fet diferencial” vernáculo, disfrutamos de otro tinglado paralelo, el de los consejos comarcales. Esta flagrante dispersión brinda al okupa de la Moncloa un vasto campo donde imponer los recortes necesarios.

Es imperativo que los políticos dejen de promulgar alocadamente decretos y más decretos, con la pretensión torticera de meter las narices en la vida de las personas y disciplinar su conducta hasta los más recónditos detalles.

Hace unos cuantos decenios, el legendario prócer vasco José María Aguirre Gonzalo, presidente del Banco Español de Crédito y de la constructora Agromán, acuñó una máxima que adquirió notoriedad: “quien siembra funcionarios, cosecha impuestos”. Un periodista la completó luego con la coletilla de que “quien siembra impuestos, cosecha paro”.

Las Administraciones se han atribuido la misión cardinal de promulgar ordenanzas a diestro y siniestro. Estas son la razón de ser y el único cometido de los ministerios, las consejerías regionales y sus burócratas. Los políticos se autoalimentan e inflan constantemente sus propias filas. Más reglamentos requieren de más funcionarios para gestionarlos.

A su vez, estos, para justificar su propia existencia, se sienten impelidos a generar más preceptos, y por ende, más impuestos. Es cuestión de cortar este diabólico círculo vicioso, de una vez por todas.

Las plantillas gubernamentales han engordado desde 2018, cuando Sánchez arriba al poder central, de 2,5 hasta 3 millones, sobre todo gracias a la hiper-inflación de los reinos de taifas autonómicos. Nunca antes hubo tantas bocas mamando de la ubre que los ciudadanos de a pie, mal que les pese, han de sufragar a escote.

A la vez, el régimen sanchista se ha empleado a fondo para exprimir el bolsillo de los inermes contribuyentes. Ha incrementado durante su mandato la friolera de casi cien impuestos. La secuela es un volumen récord de recaudación, a costa de los esquilmados paganos de costumbre.

El Gobierno, pese al infierno fiscal que ha desencadenado, muestra una incapacidad pertinaz para cuadrar las cuentas y las cierra un año tras otro con gruesos agujeros, que financia con más carretadas de deuda.

Es evidente que urge empuñar una potente motosierra de corte argentino contra el gasto público dilapidador, que corroe de raíz nuestro sistema democrático.

Un buen comienzo sería yugular el abominable despilfarro en mamandurrias destinadas a los partidos y sus satélites, los sindicatos verticales parasitarios, las televisiones y radios oficiales, así como las subvenciones a los medios particulares domesticados y el inmenso cajón de sastre de la publicidad institucional, que no es otra cosa que propaganda y autobombo de los políticos de turno, costeado hasta el último céntimo por el pueblo llano.

El Estado es el problema, no la solución. El ingente crecimiento de la burocracia abruma al sector privado. Y los enormes aumentos de los impuestos y las reglamentaciones asfixian la iniciativa individual, puesto que arrebatan a la ciudadanía el ánimo para ascender escalones en la senda del progreso y el éxito.