El motor económico de Europa, Alemania, está gripado.

Su PIB tuvo una leve caída tanto en 2023 como en 2024, solo unas décimas, y las perspectivas para el 2025 tampoco son nada buenas, pero, más allá de la estadística, Alemania está deprimida.

No se trata, ni mucho menos, de un periodo de pérdida de riqueza como el que padeció entre 1929 y 1933, pero hoy es un país sin rumbo y eso es muy malo para un país que solo funciona bien cuando sigue un plan.

El ADN alemán no se lleva bien con la improvisación.

La depresión se agranda con la frustración que supone para los alemanes de más de cuarenta unos resultados electorales que evidencian la gran división que reina en el país.

Los mapas coloreados según los resultados electorales marcan milimétricamente las mismas fronteras que antes de la caída del muro. En lo que fue la antigua RDA ganó AfD y en la antigua RFA, la CDU/CSU.

La unificación imperfecta se evidencia en el PIB per cápita, en el rechazo a la inmigración descontrolada y en el desapego a la Unión Europea, lo que justifica el voto prioritario hacia uno y otro partido, incluido la “isla” de Berlín.

La riqueza intrínseca de Alemania es espectacular. El 30% de su economía tiene base industrial, cuenta con el triple de ingenieros que España, aunque su población no llega al doble de la nuestra, y uno se encuentra con empresas increíbles en cada esquina del país.

Muchas de sus “empresas medianas”, mittelstand, son líderes mundiales en su especialidad y eso ha hecho posible el milagro alemán, pasar de ser un país arruinado y humillado a ser la referencia de Europa. 

No hay máquina de precisión que no tenga piezas alemanas, no hay fábrica en el mundo que no aspire a comprar maquinaria alemana. Son, simplemente, la referencia del mundo industrial moderno.

La Unión Europea le sentó muy bien a Alemania. Contribuyó a mejorar la economía de los nuevos miembros, quienes se convirtieron automáticamente en clientes, tanto sus empresas como sus ciudadanos.

Luego hizo lo mismo con China, pero ahí, como todo occidente, se equivocó. El mercado de China parecía tremendamente atractivo, cualquier cuota que se alcanzase en un mercado de 1.400 millones de habitantes cambiaría las cuentas de cualquier empresa.

Además, la mano de obra era muy barata. Se había descubierto la fábrica y el mercado mundial. Pero occidente no entendió a China. China, a diferencia de Europa, sí tenía un plan y era aprender para luego ser autosuficiente.

La tentación de la deslocalización hizo que muchas industrias europeas fuesen cayendo.

Hubo un tiempo en el que los mejores televisores eran europeos, como Philips o Gründing. También los electrodomésticos, desde lavadoras a máquinas de afeitar, y tantos otros productos.

Poco a poco, quienes pensaban que Asia “solo” era una fábrica, descubrieron con horror que primero fueron capaces de copiar y luego de diseñar, y las empresas europeas fueron perdiendo clientes y centros de producción, abocándolas al cierre en muchos casos.

Pero siempre quedaba Alemania con su industria de maquinaria y, sobre todo, el automóvil.

El espejismo comienza a romperse ahora cuando China ya no necesita comprar ni maquinaria alemana ni automóviles.

Es más, gracias a la infinita torpeza de nuestros políticos, los coches chinos están invadiendo nuestro mercado, poniendo en serios apuros a la industria más completa que existe. Los problemas ya han comenzado y cada vez serán mayores.

Volkswagen, por ejemplo, ha llegado a un acuerdo con sus trabajadores para reducir su capacidad productiva en Alemania en unos 720.000 coches al año.

Es verdad que no ha cerrado ninguna planta, pero ese número de coches son los que salen de unas dos plantas de tamaño estándar.

El líder mundial de cajas de cambio, ZF, tiene una rentabilidad de menos del 4%, y se plantea escindir su negocio core.

Y así una tras otra empresa, grande o pequeña, que plantean despidos en un ejercicio de mera supervivencia. 

El desempleo, pequeño comparado con el español, eso sí, ha vuelto a valores de la pandemia (6,5%) y las horas de huelga baten récords año tras año, esperándose un 2025 “caliente”.

El todavía no formado nuevo Gobierno ha lanzado un mensaje de esperanza abriendo la posibilidad de endeudarse más de lo que les permite la Constitución, tremendamente rígida con el control de las cuentas públicas, para lanzar un plan de inversiones que anime algo la economía.

Pero, para que suceda, primero se ha de formar Gobierno, luego hay que enmendar la Constitución y luego formular los presupuestos, todo en un país donde las alianzas son imprescindibles y, a priori, se quiere dejar fuera de todo acuerdo a la segunda fuerza más votada, AfD. En cualquier caso, algo es algo.

La decadencia industrial de Alemania es una catástrofe para Europa. Los españoles estamos más que contentos viendo cómo nuestro PIB crece mientras que el de Alemania decrece, pero eso no va a durar mucho.

Nuestro PIB crece porque exportamos naranjas e importamos turistas, ergo si Alemania, Francia o Reino Unido van mal hoy, es solo cuestión de tiempo que sus ciudadanos consuman menos y decidan quedarse en casa en vacaciones o ir a lugares más baratos, que los hay.

Si a eso unimos nuestra torpeza geoestratégica nos daremos cuenta de que países como Marruecos son una amenaza en todos los frentes, pues pueden ocupar nuestro espacio en la defensa del Mediterráneo, en la producción de fruta y, también, en ser un destino agradable para las vacaciones de los europeos.

Pero hoy seguimos tocando el violín, como la cigarra delante de la hormiga.