El tiempo vuela. Parece que fue ayer, pero ya han pasado dos años de la aprobación por el Congreso de los Diputados de la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI. La llamada, para abreviar, ley trans.
Una norma que fue y sigue siendo duramente criticada, ya que, desde su entrada en vigor, las palabras “mujer” y “varón” ya no vienen definidas por la biología, sino por la mera elección de la persona que, pese a haber nacido con genitales masculinos o femeninos, puede “convertirse” a todos los efectos legales, respectivamente, en mujer o en hombre según le plazca.
Y digo esto porque el texto de la ley es claro, por mucho que algunos, sin haber dedicado su tiempo a la lectura de sus preceptos o movidos por intereses varios, difusos o no, lo nieguen una y otra vez.
Basta con echar un vistazo a su artículo 44, que consagra el derecho de toda persona a acudir al Registro Civil y, sin necesidad de una “previa exhibición de informe médico o psicológico relativo a la disconformidad con el sexo mencionado en la inscripción de nacimiento, ni a la previa modificación de la apariencia o función corporal de la persona a través de procedimientos médicos, quirúrgicos o de otra índole”, manifestar su disconformidad con dicho sexo y, en consecuencia, solicitar que se proceda a la correspondiente rectificación registral.
Una comparecencia en la que la persona interesada deberá incluir la elección de un nuevo nombre propio, salvo que quiera conservar el suyo. Y realizado esto, así de simple, regresar al Registro Civil al cabo de tres meses y ratificar su solicitud, aseverando la persistencia de su decisión.
En otras palabras, Teodoro, nacido hombre, con apariencia de hombre, puede, presentada su solicitud en enero y ratificada ésta en abril, “convertirse” en mujer en primavera. Y, por tanto, acceder, reitero, con apariencia de hombre y genitales masculinos, a los vestuarios de mujeres en los gimnasios, piscinas, colegios o incluso en el trabajo, como ocurrió, no sin polémica, a mediados del año pasado en un centro hospitalario de Madrid o hace poco en un establecimiento deportivo de Cataluña.
Ejemplos que vieron la luz en la prensa local y nacional, pero que son solo la punta de iceberg de las consecuencias que esta ley está generando en la sociedad y, en concreto, de algo muy preocupante desde mi punto de vista: la desprotección de la mujer.
Porque la norma no solo señala que los centros antes mencionados deben aceptar en sus instalaciones exclusivamente femeninas a “mujeres registrales”, es decir, a hombres según su físico, pero mujeres de conformidad con el Registro Civil, sino que incluso prevé la posibilidad de sancionar con multas muy elevadas a quienes se opongan a ello.
Así lo establece el artículo 79 de la ley, que tipifica como infracción administrativa muy grave “la denegación, cuando no constituya infracción penal, del acceso a los establecimientos, bienes y servicios disponibles para el público cuando dicha denegación esté motivada por la orientación e identidad sexual, expresión de género o características sexuales de la persona”. Y sancionada, según el artículo 80, con multa de 10.001 a 150.000 euros.
Ello sin mencionar la censura y, en ocasiones, hasta los escraches que han sufrido las personas, sobre todo mujeres, que se han opuesto públicamente, entre otras, a esta disposición de la ley, como sucedió a mediados del pasado año en la Universitat Autònoma de Barcelona, cuando un grupo de “jóvenes socialistas” impidió dar clase a una profesora crítica con la citada ley.
Mujeres que se consideran, y no van desencaminadas, desprotegidas por una norma que, con el pretexto de “proteger” a las personas trans, entre el 0,3% y el 0,5% de la población mundial, según la OMS, deja sin protección al 50% o, como dijimos algunos y algunas hace un tiempo en un artículo colectivo, encabezado por Amelia Valcárcel, deja “47 millones de afectados”.