En la gala de los premios Gaudí, un actor (Eduard Fernández) y un guionista (Eduard Sola) hablaron de clases sociales. Hay dos: la de los ricos y la de los pobres. Fernández y Sola se referían a la segunda. La de quienes sobreviven con dificultades. 

Casi a la misma hora, el escritor George Monbiot publicaba en The Guardian un artículo en el que sostenía que Trump y Musk estaban relanzando la lucha de clases. El economista Joseph Stiglitz, por su parte, cree que en Estados Unidos gobierna ahora una oligarquía. El término significaba en origen “el gobierno de unos pocos”. Esos pocos son los ricos, los insultantemente ricos.

La toma de posesión de Donald Trump fue una muestra de los nuevos poderes de esos ricos que ya no se esconden. Al contrario: exhiben su riqueza con orgullo. Presumen de ella. Les importa un pepino que contraste con la pobreza de buena parte de la población.

Son WASP (expresión formada a partir de las iniciales en inglés de blanco, anglosajón y protestante). Su protestantismo deriva de la idea calvinista de que la fortuna es signo de elección divina. Trump lo afirma sin tapujos: Dios lo salvó cuando le dispararon y lo ha bendecido con millones. Es la gracia de Dios y la desgracia de los hombres (pobres).

Hay quien sostiene que esta nueva oligarquía huele al fascismo que triunfó hace apenas un siglo. En absoluto. El fascismo fue una respuesta de la derecha al auge de la izquierda. Hoy no hace falta. La izquierda existe, pero atomizada y con ojos sólo para su propio ombligo. Tan centrada en sus peleas que se ha olvidado de ofrecer proyectos de transformación.

Los nuevos dirigentes sí comparten con los fascismos una fuerte dosis de nacionalismo. El patrioterismo es un elemento eficaz para encubrir las desigualdades locales. Las derechas se presentan siempre como los valedores de la nación. Como hace Trump y tras él Le Pen, Salvini, Abascal, Orbán y Puigdemont (en dura competencia con Orriols), todos con voluntad de vasallo.

El nacionalismo sostiene que hay un interés común de todos los ciudadanos de un territorio (America, first; Tot per Catalunya). Para ello necesita ocultar que en ese territorio conviven intereses contrapuestos. Intereses económicos (de ricos, de pobres) que se plasman en proyectos políticos diferentes (de derechas, de izquierda). Los ciudadanos se agrupan en función de esos intereses y buscan el poder para aplicar las propias recetas. Pero eso tiene un nombre: lucha de clases. Porque no es verdad que si los ricos ganan mucho luego repartan.

Isabel Díaz Ayuso y su novio tienen interés directo en que se imponga la sanidad privada que tan bien representa el grupo Quirón. Para ello, conviene antes laminar la sanidad pública. En eso andan mano a mano. Artur Mas lo hizo en Catalunya. La CDU en Alemania. Y Trump se esforzó en su primer mandato en borrar el Obamacare.

Lo propio pasa con la educación. No es casual que el PP apueste por los centros concertados (la mayoría pertenecientes a la religión que llevaba a Franco bajo palio). También por las universidades privadas. Vox, si pudiera, las cerraría todas para evitar la funesta manía de pensar.

En materia de vivienda, la solución de la derecha es el mercado. Traducido: quien tenga dinero que compre lo que quiera y quien no lo tenga que se refugie bajo un puente a esperar la próxima riada.

El capitalismo se basa en eso que se llama libertad de mercado. Incluso en lo laboral. El empresario es libre para contratar y el trabajador es libre para vender su fuerza de trabajo. Pero hay una pequeña trampa: el empresario sobrevive si no contrata. El trabajador no. La necesidad de supervivencia se lleva por delante su supuesta libertad.

La lucha de clases lleva tiempo amortiguada debido a las políticas socialdemócratas y socialcristianas aplicadas en Occidente tras la II Guerra Mundial. Ahora quizás vuelva de la mano de los ricos. Sobre todo si se entiende, como señala Monbiot, que cuando Trump y Musk (y tantos otros) dicen “tenemos que apretarnos el cinturón” lo que en realidad quieren decir es “los pobres tienen que apretarse el cinturón”.

No es nuevo: ya Rajoy decía que los españoles habían vivido por encima de sus posibilidades. Él, no. Feijóo y Puigdemont también lo creen, por eso han votado en contra de la subida a los pensionistas.

Los pobres deberían entender que la solución es la que propone la banca: planes de pensiones privados. O prejubilarse con una indemnización de 45 millones como el expresidente de Telefónica.

A ver si los pobres se enteran de una vez: lo propio es hacerse rico y olvidarse de la lucha de clases.