Para bien o para mal, las redes sociales son un escaparate público de lo que hacemos y pensamos, así que un buen día uno puede descubrir que un familiar con quien apenas tiene contacto por fin se ha echado novia, o ha ganado una maratón (bien), o que resulta que es un ferviente seguidor de las ideas de la ultraderecha, véase Vox y Donald Trump.

Esto último es precisamente lo que me ha ocurrido esta semana: descubrir que un ser querido (llamémosle Pepe) repostea comentarios infames de opinadores mediocres celebrando que Trump haya retirado a EEUU del Acuerdo Climático de París y de la OMS, y, en un “triunfo del sentido común”, haya restaurado por decreto que existen solo dos géneros: masculino y femenino.

Y aquí es cuando me pregunto: ¿qué le importará a Pepe –hombre de treinta y largos, guapo, soltero, crecido en una familia bien, atea– que se reconozca la identidad de los transexuales y otras identidades de género? ¿Cómo afecta esto a su vida?

Me vino a la mente una frase del libro que acabo de empezar esta semana. “Para nosotros, los gatos eran como la libertad, la echas de menos cuando la pierdes” (El hombre al que ya no le gustaban los gatos, de Isabelle Aupy, Rayo Verde, 2024).

Supongo que Pepe no tendrá amigos transgénero ni habrá intentado ponerse en su piel, ni se imaginará que Trump y los republicanos ultraconservadores probablemente desaprobarían su soltería y su falta de vocación cristiana.

A fin de cuentas, la ideología de género conservadora tiene una base religiosa, basada en la idea de que el hombre y la mujer son fundamentalmente diferentes, creados por Dios para complementarse y procrear. 

Por mucho que me esfuerce, no logro entender la forma de pensar de Pepe, sus creencias ideológicas, su voluntad de aferrarse a ideas conspiracionistas que ponen en duda las vacunas o el cambio climático

¿A quién beneficia poner en duda el progreso de la humanidad? Una cosa es dar rienda al pensamiento crítico, la otra es declararse públicamente un ignorante.