El consejo de ministros del pasado 31 de diciembre ofreció a los españoles un espectáculo de prestidigitación. Pedro Sánchez se sacó de la chistera un conejo en forma de decreto, destinado a apuntalar las compañías en situación de crisis comatosa.
Con este artilugio se prorroga la moratoria que les permite desechar las pérdidas sufridas durante la pandemia de 2020-2021, cuando les llegue la hora de evaluar los fondos propios.
Tan extraordinaria prerrogativa se pone en marcha a raíz del estallido del coronavirus en marzo de 2020 y concluye en diciembre último. El postrer cambio introducido dilata oficialmente la tregua y el periodo de gracia hasta los albores de 2027.
Es sabido que cuando los números rojos de una sociedad hunden sus recursos propios por debajo de la mitad del capital, entra de forma automática en causa de disolución. Para salir del agujero y continuar en pie, ha de acometer una reducción de capital. Si ésta se revela insuficiente, no queda otro remedio que realizar una ampliación.
Dicha vía de escape significa que los socios han de rascarse el propio bolsillo e inyectar dinero fresco a la moribunda. Gracias al apaño de Sánchez, tales actuaciones salvadoras ya no son necesarias. El presidente ordena que los quebrantos registrados en el bienio negro no existen a los efectos de cifrar el patrimonio social.
Semejante iniciativa legal recuerda al juego de los cubiletes y la bolita que practican los trileros de La Rambla de Barcelona. Porque los números rojos sí existen realmente y están recogidos hasta el último céntimo en los estados contables, por mucho que el capitoste de la Moncloa se empeñe en ocultarlos y camuflarlos. Gracias al decreto de marras, los administradores podrán obviarlos cuando formulen sus balances, y santas pascuas.
Disponen, así, de dos ejercicios más para recuperarse y obtener unos beneficios suficientes que les permitan compensar los saldos negativos embalsados.
Tal privilegio acarrea un desahogo palpable para muchos negocios tambaleantes, pues podrán seguir adelante sin realizar operaciones de reajuste de su equilibrio patrimonial. Pero no deja de ser un mero parche, una especie de espejismo del desierto que muestra una imagen ficticia y distorsionada.
Además, el precepto no es un salvavidas completo. Porque las posibles pérdidas que puedan encajar entre 2022-2026 quedan al margen y, por tanto, deben incluirse en el recuento.
En consecuencia, si el patrimonio se comprime y se sitúa en una cantidad inferior a la mitad del capital, los socios están obligados a convocar junta en el plazo de dos meses para aportar más pasta a la entidad o bien disolverla.
La decisión del Gobierno sanchista rememora otra moratoria que implantó en su día, también con motivo del Covid, relativa a los procedimientos concursales. En su virtud, cancela la obligación imperativa de toda empresa de instar concurso de acreedores en el momento que advierte su situación de insolvencia.
El Ejecutivo complementa esa providencia con la suspensión de la facultad que asiste a los bancos, proveedores y demás acreedores, de promover la quiebra necesaria de las firmas incursas en el cese generalizado de sus pagos.
La resolución está vigente hasta junio de 2022. Una vez terminada la insólita bicoca, estalla de golpe un diluvio de fallidos que aún hoy sigue anegando las instancias jurisdiccionales.
Las vicisitudes descritas revelan que los alivios artificiales y engañosos equivalen a poner puertas al campo o a volatilizar la cruda realidad a golpe de decretos estériles. Las hechos son los que son y no como pretende Sánchez. La salida más indicada para las compañías arruinadas es darles una sepultura digna y no alojarlas de forma interminable en la UVI, con respiración asistida, a la espera de un milagro imposible.