Cuando Franco murió, después de una agonía repugnante, casi sádica –sus muchos médicos lo mantenían en vida entre grandes e inútiles sufrimientos-, la noticia trascendió por la noche, y nos enteramos por la mañana del día siguiente.

Yo, en pijama, abrí una botella de champán y fui a transmitirle la noticia a los míos con una copa flauta en la mano, y en los labios la frase: “Creo que se ha producido el hecho sucesorio”. Fue una ironía bastante celebrada, de la que me arrepiento, encogiéndome de hombros.

El “hecho sucesorio” era el eufemismo con el que el Régimen, en las semanas previas a la defunción, se refería, respetuosamente, a la muerte del dictador, que no se atrevía a mencionar.

La cursilada del “hecho sucesorio”, formulación elegida para disminuir o disimular el hecho indiscutible de la muerte y, en cambio, subrayar la continuidad inalterable de las cosas, y concretamente del Régimen, ahora bajo una nueva jefatura del Estado, me recordaba al final de Don Quijote, cuando Cervantes dice que el caballero de la Triste Figura “dio su espíritu, quiero decir, que se murió”. La retranca, casi blasfema, del escritor es evidente.

Lo de la copa de champán luego me fue muy celebrado, y aunque con el tiempo comprendí que fue una ordinariez, incluso sacrílega, celebrar una muerte -no hay que deseársela a nadie, ni que sea un dictador, como si morir fuese algo de lo que uno está exento por el hecho de no ser tan dañino como él-, puedo alegar en nuestro descargo que estábamos muy hartos de aquel anciano, humillados y ofendidos por tener que soportar su paternalismo bañado en sangre, y que veíamos en su desaparición física la única posibilidad de respirar un poco más a gusto. Era como si su muerte nos abriese el camino al porvenir.

Recuerdo al orejudo, vampírico presidente Arias Navarro diciendo por la televisión, con mucha pena: “españoles: Franco… ha muerto”, y se me eriza el pelo de alipori, y qué antiguo parecía ya entonces Arias.

Por la tarde bajamos a las Ramblas (de Barcelona) a palpar el ambiente. Las Ramblas todavía no eran, como hoy, la cloaca máxima. En las terrazas estaban sentados los compañeros de universidad, amigos y conocidos, celebrando ruidosamente el hecho sucesorio, todos con botellas de champán en la mesa, pero también mirando de reojo, habituados como estábamos a estar bajo vigilancia.

De repente por la calzada central bajaron también unas bandas de ultraderechistas muy malcarados, cantando el Cara al sol y obligando a todo el mundo, so pena de repartir leña, a ponerse de pie y alzar el brazo en signo fascista.

Alguno había que para no tener que humillarse se escapaba corriendo hacia las callejuelas del Gòtic; los demás se levantaban sin rechistar, para ahorrarse las hostias. Estaban asustados por lo que pudiera pasar, pero por debajo de la nariz se les escapaba la risa; cuando los franquistas pasaban de largo, Ramblas abajo, los brindis se reanudaban. Nada, chiquilladas.

La nuestra era una generación melenuda, poco higiénica, vestida con zamarras militaroides y tejanos acampanados, y las chicas llevaban al hombro capazos de paja que eran como una deprimente declaración franciscana.

Como todas las generaciones, vestíamos como se nos decía, creyendo hacerlo a nuestro gusto. Claro que la juventud compensaba con creces aquella fealdad. Y además la falta estética se corrigió enseguida.

Ahora, medio siglo después del “hecho sucesorio”, el Gobierno de España ha organizado 100 actos, 100, para conmemorarlo. Yo no quería escribir nada sobre eso, que me abochorna un poco, como aquella copa de champán que bebí la mañana del 21 de noviembre de 1975, pero se habla mucho del tema. Que es muy raro.

Ni Alemania ni Italia celebran la muerte de Hitler ni la de Mussolini: quizá en esos países la gente es más rigurosa, tiene más sentido común.

Por más que el Gobierno lo presente como una oportunidad “didáctica” para las nuevas generaciones, que ni saben quién fue Franco, el oportunismo de la medida es transparente, clamoroso.

Unas docenas de intelectuales acaban de lanzar un manifiesto criticando al Gobierno por este recurso interesado al difunto dictador. Yo no he firmado, ni éste ni ningún otro manifiesto, ya hace años que decidí que no firmo nada que no haya escrito yo.

Enfrente de los abajo-firmantes, los intelectuales orgánicos se prestarán a impartir conferencias, a discursear, a participar en jornadas y simposios, a debatir entre sí. Se publicarán algunos libros ad hoc. A lo mejor se celebra alguna manifestación antifranquista. Inmensa tontería.

El Rey parece que ha sabido discretamente escurrir el bulto a los requerimientos de que participase en algún acto de la efeméride. Tenía la agenda muy ocupada.

La mía también lo está.