Las fiestas navideñas sirven para que los catalanes nos reafirmemos en nuestra identidad. Es decir, en nuestra diferencia. Es decir, en convencernos a nosotros mismos de que somos los mejores. Si no lo cree nadie más, por lo menos que nos lo creamos nosotros. Sea porque aporreamos un tronco para que defeca regalos, sea porque celebramos la comida del día de Navidad en lugar de la cena de Nochebuena, sea porque el día 26 de diciembre no tenemos que ir a trabajar... Todo sirve para gritarle al mundo que somos distintos, que nadie puede con nosotros, que somos lo más y que som una nació.
Cualquier tradición es válida para poner el acento en la diferencia, incluso el hecho de vender castañas en noviembre lo contraponemos al resto del mundo, que celebra Halloween: la castañera contra las cabezas de calabaza es una guerra que se libra cada otoño en las redes sociales. Durante estas fiestas navideñas he visto a más de uno que, para demostrar que Cataluña es una nación milenaria, enarbola la sopa de galets como signo identitario, algo que nos diferencia de todos los demás pueblos, unos ignorantes que no han llegado a este nirvana gastronómico. A falta de otros méritos, un poco de pasta basta.
Hace unos días vi en TV la noticia de que este año venden roscón de Reyes de sobrasada, de morcilla y de callos. Uno puede arriesgarse a probar el roscón de sobrasada -embutido que casa bien con la bollería-, uno puede, con esfuerzo, incluso atreverse con el de morcilla si el hambre aprieta lo suficiente. Pero lo que desde luego no va a hacer uno ni bajo amenazas de muerte, es darle un bocado a un roscón relleno de callos, hay cosas a las que un hombre debe negarse. Y, sin embargo, en algún lugar de España se va a reunir hoy una familia alrededor de la mesa para degustar un buen roscón de Reyes que en su interior traerá, no un haba, sino una ración de callos a la madrileña.
¿Será esta familia distinta y superior al resto de familias españolas, porque goza de una peculiaridad alimenticia? ¿La comarca donde vive dicha familia tendrá derecho a reclamar su independencia, porque comen lo que nadie más en el mundo es capaz de comer? Parece ser que sí, porque ese es el argumento de quienes sostienen que el hecho de comer sopa de galets nos da a los catalanes un estatus especial, un no sé qué de superioridad respecto a quienes no se zampan ese potingue. Yo debo ser menos catalán que mis convecinos, porque jamás he podido soportar una sopa con esa extraña pasta flotando en ella.
“A la libertad por la gastronomía” parece ser el eslogan de moda en Cataluña, después de que se demostrara que las calles no eran suyas, sino que -gracias a Dios- son de todos. Eso abre la puerta a que todas las zonas de España reclamen para sí la independencia, o por lo menos una financiación singular, que es lo que se exige cuando fracasan los intentos de la anterior, ya que todas gozan de su particular gastronomía. El mismo derecho tienen los malagueños a sentirse únicos porque allí asan las sardinas con espetos, que los catalanes por atreverse con la infame sopa de galets o los gallegos por haber creado una forma universal de asar el pulpo. Hasta el pisto manchego tendrá pronto la misma consideración y validez que la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.
Tal vez la India se separó de Inglaterra el día que sus habitantes se percataron de que ellos sazonaban sus platos con salsa curry mientras en la metrópoli se conformaban con tomar un te con pastas a las cinco. Eso fue lo que llevó a Gandhi a rebelarse, aunque de su aspecto se deduzca que no comía mucho. Y España perdió las colonias de ultramar el día que allá empezaron a tomar ron en lugar del patrio coñac, aquello fue su “fet diferencial”. Como la sopa de galets, pero con alegría.