Cuando uno observa las políticas del nuevo Ejecutivo de la Generalitat y, a la vez, el devenir de la política española en su conjunto (cesiones de unos y complejos de otros), queda claro que el marco mental nacionalista planea, ¡y de qué manera!, en todos los ámbitos. 

En este mismo medio he manifestado en diversas ocasiones mi preocupación por este asunto, primero por las actuaciones del Gobierno de Sánchez (en el artículo Lo peor de todo, asumir el relato) y luego, por los pactos de Illa (en el artículo Dos errores funestos de nuestro socialismo en su camino hacia ninguna parte). A ellos me remito. 

Pienso que los líderes nacionalistas concentran sus energías, por un lado, en combatir todo aquello que nos une al resto de conciudadanos españoles (en particular, la lengua y los símbolos comunes, instituciones incluidas) y, por otro, en tratar de asumir el mayor número de competencias, aprovechando su rol clave para la gobernabilidad del Estado y las cuestionables hechuras del título VIII de la Constitución.

Así las cosas, quiero apuntar algunas ideas para contestar estas estrategias. No en vano, cualquier cambio relevante requiere generar previamente un estado de opinión. Y para eso se han de articular argumentos sólidos que luego han de ser difundidos de forma coordinada y convincente.

Propongo priorizar tres ejes de acción: apuesta por los derechos lingüísticos (de todas las personas) frente a la defensa de la “lengua propia” como “columna vertebral de la nación catalana” (o la que sea); orgullo desacomplejado con respecto a los símbolos e instituciones comunes (casos de la bandera oficial o la Monarquía constitucional); y apertura de un debate racional sobre la posible recentralización de competencias.

Con respecto al primer eje, señalaba estos días Fernando Savater, al comentar el magnífico ensayo Contra Babel, de Manuel Toscano, que, para los nacionalistas, la lengua “no es un medio de comunicación sostenido por la voluntad expresiva de sus hablantes, sino la esencia misma del alma nacional, que debe ser cultivada por todos los patriotas salvo delito de traición”. 

Frente a esto (que conduce al delirio de multar por rotular un comercio en español en España o a primar el dominio de las denominadas lenguas propias sobre la pericia profesional), urge un discurso contundente que subraye que las lenguas no tienen derechos.

Los derechos son de las personas. Y, desde luego, ni las administraciones ni entidades sociales (regadas con subvenciones escandalosas) pueden presionarlas para condicionar sus hábitos lingüísticos. Remito para ampliar este argumentario a la extensa réplica realizada por Impulso Ciudadano en 2022 al “Pacto nacional por la lengua” (catalana, por supuesto).

Con respecto a los símbolos e instituciones comunes, resulta agotadora la obsesión por identificarlos con la dictadura franquista. Las banderas no son una ocurrencia folclórica. ¿Qué significa que la rojigualda no ondee en tantos edificios públicos de Cataluña, incumpliendo la normativa vigente? ¿Que en esos lugares no rige el orden legal que representa? ¡Por no mencionar la machacona insistencia en falsear el discurso del jefe del Estado el 3 de octubre de 2017! ¿Qué se supone que debía hacer Felipe VI ante un intento de derogación del orden constitucional? ¿Permanecer equidistante?

España es una monarquía parlamentaria y es una realidad que las monarquías parlamentarias ocupan posiciones muy destacadas en los índices de calidad democrática. Adicionalmente, a mi modo de ver, la nuestra refleja ligeramente mejor que los nacionalistas valores tradicionales del republicanismo como el imperio de la ley.

Con respecto a las competencias, los nacionalistas han logrado que el debate siempre se articule en torno a cuántas más pueden asumir. No se concibe que estas competencias se puedan recentralizar. ¡Cómo si la descentralización fuera buena per se y el hecho de que el Gobierno de España recupere competencias, una propuesta casi reaccionaria! 

Hay evidencias de sobra para plantear el debate en otros términos. Basta con pensar en los servicios básicos de un Estado Social y Democrático de Derecho, como son la sanidad y la educación.

La pandemia puso en evidencia la incapacidad de un Ministerio esquelético para comprar materiales o coordinar urgencias de enorme gravedad en diferentes comunidades autónomas.

Pasada aquella tragedia, hoy todos podemos comprobar cómo nos es imposible acceder a nuestro historial sanitario cuando nos movemos por nuestro país. ¡Imaginen la tortura que puede implicar la mudanza de personas dependientes de una comunidad a otra! 

En Educación, resulta surrealista ver cómo los gobiernos autonómicos convocan simultáneamente pruebas de acceso a la universidad con contenidos distintos pero el mismo día. Es particularmente incomprensible que ciudadanos de un país no sean educados en el respeto a los valores y principios constitucionales. O que no se puedan escolarizar en español los alumnos españoles en ciertos lugares de España. 

Estos días hemos visto a miles de bomberos manifestándose en Madrid en pro de una ley de coordinación ante catástrofes. La DANA ha vuelto a poner en evidencia la confusión que rodea al sistema competencial, quedándose las víctimas de la catástrofe boquiabiertas mientras los gobiernos regional y central se tiraban las responsabilidades a la cabeza.

En definitiva, se trata de poner sobre la mesa argumentos razonables, seguramente ampliamente compartidos, pero eclipsados por un discurso identitario que ha absorbido a unos y acomplejado a otros. Y, eso sí, hemos de apelar a ciudadanos de diferentes sensibilidades.

Porque el progreso no consiste en arrinconarnos en trincheras, sino en ser capaces de articular iniciativas guiadas por la búsqueda del bien común y, desde luego, el respeto a todos. Lo que no significa, obviamente, dejarse avasallar.