Es el signo de los tiempos digitales: productos sin materia, leche sin lácteos, queso creado artificialmente, sin necesidad de ordeñar vacas ni de alimentar ovejas, sexo sin contacto, huevos sin gallinas –resolviendo así el viejo dilema de la causalidad–, carne creada con impresoras y (supuestos) periódicos que no saben qué diablos es una noticia. El capitalismo digital, que todavía se encuentra en su prehistoria, aunque nos asombre, ha convertido el viejo sueño de la libertad de creación –en el internet primitivo nadie pensaba en los derechos de autor porque todo se compartía de forma altruista, en una suerte de ágora electrónica– en otro paradigma, distinto, que explica nuestro presente: ya no importa cómo se hagan las cosas, ni tampoco la calidad de las mercancías.Lo trascendente –en términos mercantiles– es que exista alguna clase de transacción, aunque sea del aire que respiramos.
No exageramos: los mayores del lugar, disculpen ustedes la tristeza, recordamos cómo en las tiendas de los museos del pasado –donde lo que se exponían eran verdaderas obras de arte, en vez de vídeos, cartelería y textos aumentados de tamaño para poder articular un relato– se vendían, a modo de souvenir, latas vacías y herméticamente cerradas que contenían eso: aire. Era una forma de épater le bourgeois para que, por supuesto, fueran los burgueses, después de una sonrisa, quienes pagasen el mayor precio posible por la nada, seducidos por la broma, que entonces parecía casi un acto vanguardista, pero encerraba una profecía.
Hace diez años, cuando los científicos advertían, antes de cualquier cumbre del clima, sobre los apocalípticos estragos del calentamiento global, recurrieron a la misma fórmula para llamar la atención. Calculaban que el aire limpio, que siempre ha sido gratis, se vendería en 2050 a un precio estimado de 50 euros por cada lata. El agua cotizaría a 5.000 dólares (los 50 mililitros) en la bolsa de Wall Street. Parece que ya hemos llegado a este punto: los recursos básicos para poder sobrevivir se han convertido en auténticos objetos de lujo.
Igual que los mercados financieros se emanciparon de la economía real, que es la que se basa en productos tangibles, talento y trabajo, las industrias culturales (o lo que va quedando de ellas) sueñan con independizarse de los creadores, a los que nunca pagaron demasiado bien –el 10% de regalías sobre unas ventas imposibles de contrastar, en el caso del mercado editorial–, pero que, al cabo, suponían un coste, aunque fuera secundario, a veces casi residual, en términos de negocio.
Los ejecutivos, obsesionados con maximizar los beneficios potenciales, intentaron por todos los medios generalizar el consumo de los audiolibros y los libros electrónicos, más baratos de producir, con un precio más rentable, pero con regalías también inferiores para los autores, con el objetivo de multiplicar sus ganancias. La mayoría de los lectores se opusieron a este cambio, conservando esa vieja costumbre (virtuosa) de leer libros en papel y poseer bibliotecas, limitando así la migración hacia el libro digital a un 15% del mercado. Hasta ahora, a pesar del evidente desequilibrio entre los distintos agentes de la cadena del libro, algunos creadores, con suerte, podían recuperar una parte de su inversión en su obra, aunque siguiera siendo escasa en relación con su trabajo, a través de las entidades de gestión de derechos artísticos, audiovisuales, cinematográficos o musicales, que son ámbitos culturales más populares que la industria del libro.
La inteligencia artificial (IA) va a cambiar este escenario haciendo posible el sueño obsceno de los mercaderes de la cultura: un mercado sin creadores donde los productos podrán ser facturados en cadena –a un coste bajísimo– gracias a la falsa magia de la tecnología. Paradójicamente, la creación y el desarrollo de la IA se nutren de muestras creativas concebidas por seres humanos a los que las multinacionales tecnológicas, que en el paradigma digital ya actúan como monopolios de la creación y el ocio global, ni siquiera han contemplado la posibilidad (en realidad, es su obligación) de retribuir por su trabajo.
Es todo un síntoma de lo que viene: la desaparición del autor tal y como lo habíamos conocido desde el siglo XIX, cuando los creadores se liberaron del mecenazgo de la aristocracia –Voltaire fue uno de los primeros en lograr este prodigio– para dedicarse a la creación, primero para los burgueses y, más tarde, a comienzos del siglo XX, para las masas. Todo esto ya es el pasado. El presente trae la institucionalización del robo de los derechos de autor, convertidos –igual que nuestros datos personales– en el petróleo que hace andar a las máquinas que nos suplantarán en esta nueva Edad Media de la Tecnología.
Esto es lo que demostraron ante las autoridades de la UE en un informe los profesores Tim W. Dornis (Universidad de Hannover) y Sebastian Stober (Universidad de Magdeburg) al estudiar los métodos de entrenamiento de los modelos generativos de IA, que no se limitan a la minería de datos, sino que memorizan creaciones (hechas por miles de autores) para sus otros usos.
La inteligencia artificial es igual que Funes el memorioso, el personaje de Borges, que recuerda todo lo que ve (monitoriza, se diría en términos tecnológicos) para usarlo sin pagar un céntimo a sus dueños legítimos. Lo hace con las fotos, las imágenes, las obras de arte, los periódicos, los libros, las traducciones, las películas, las series y los documentales. Crea productos basados en algoritmos donde no existen ni la ambigüedad ni, por supuesto, el sentido del humor, que es una de las creaciones más maravillosas de los seres humanos.
El arte digital es frío, sin vida, un cruce entre soviético y nazi. No cabe pensar que una legislación pueda detener al monstruo que ya gobierna a una industria cultural liberada de los creadores que anhela la externalización (outsourcing) absoluta. Los editores ya trabajan en audiolibros que crearán las voces de los escritores muertos –los herederos de García Márquez no tendrán que ceder los derechos literarios, venderán su voz– al tiempo que se consuma la segunda muerte del autor, al margen de la que pronosticase Barthes, que creía que la autoría no pertenece a un individuo, sino a su cultura y a los lectores. El sepelio del creador ha dejado de ser metafórico para convertirse en mercantil. Sus funerales estarán patrocinados por Amazon, Netflix y Spotify, nuevos señores feudales de la cultura (sin cultura).