Estoy muy preocupado. No puedo ocultarlo. Porque la semana pasada, en la radio y en la televisión, escuché cómo determinadas personas que se hacen llamar a sí mismas hombres y mujeres de Estado lanzaban acusaciones intolerables contra los jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial.
Los tribunales -llegaron a decir- no están actuando como deben, con sumisión a la ley, según la Constitución y la Ley Orgánica del Poder Judicial, sino por motivos del todo espurios, en tanto que, según ellos, se han convertido en apéndices de una maquinaria que no persigue otra cosa que acabar con el Gobierno a cualquier precio.
Porque esto, queridos lectores, es exactamente lo que significa el lawfare. Ese concepto que, con demasiada alegría, ya sea por ignorancia o por malicia, se repite hasta la saciedad por algunos, cada vez más, de nuestros políticos. Y que es peligroso, mucho, pues implica la negación del Estado de Derecho y, por ende, de la misma democracia.
Cuando existen indicios de la comisión de un delito, los juzgados de instrucción tienen la obligación de abrir un proceso penal y acordar la práctica de cuantas diligencias se consideren necesarias para la averiguación de los hechos presuntamente delictivos. No es algo optativo. La ley es clara al respecto. Los jueces deben actuar. Porque, si no lo hacen, estarían incurriendo en un delito de prevaricación.
Aquí radica la contradicción en la que incurren los citados políticos que, o bien no saben Derecho o, mucho peor, pretenden supeditar la justicia a sus propios intereses. Porque la prevaricación no se comete cuando se abre un proceso ante la existencia de indicios de delito, aunque el supuestamente responsable sea miembro del partido, cónyuge o amigo personal, sino precisamente cuando, en atención a estas circunstancias personales del potencial investigado, el juez decide no hacerlo. Lo primero es cumplir la ley, actuar con sumisión al principio de legalidad, y lo segundo es saltársela a sabiendas.
Otra cosa distinta es que, practicadas las diligencias necesarias, el juez de instrucción considere que no se ha cometido ningún delito, en cuyo caso sobreseerá la causa. Pero esto solo puede hacerse tras la práctica de aquellas, que pueden ser de distintos tipos. Testificales, informes periciales, visionado de imágenes o análisis de documentos. Y nunca antes, bajo riesgo de incurrir, como antes se ha dicho, en un delito de prevaricación del artículo 446 del Código Penal.
Ahora bien, sin perjuicio de lo expuesto, fácilmente comprensible y, sin duda, compartido por cualquiera que posea un mínimo conocimiento de la ley, como debería exigirse a quienes nos gobiernan, algunos de estos, faltando a la verdad y en un ataque directo al Poder Judicial, molesto por incontrolable, han dicho que hoy existe una “cacería humana en sede judicial”.
Y es que estos políticos, tal vez, desearían que los jueces y tribunales fueran más sumisos, no de la forma en que lo son ahora, al imperio de la ley, como exige la Constitución, sino al partido político de turno y a sus líderes.
Una palabra, está última, líder, cuya progresiva utilización, en detrimento de otras más democráticas, como presidente o secretario general, deja entrever la voluntad escondida de unos y de otros.
La obediencia ciega al conductor de sus vidas y sus almas. Y para quienes se resistan, el oprobio, su tratamiento como disidentes, como enemigos del partido y del Estado y, por tanto, merecedores de un castigo ejemplar.
Pero los jueces están y deben estar lejos de este mundo partidista y limitarse a aplicar la ley, aunque ello implique la iniciación de un proceso penal contra uno de esos líderes, siempre, claro está, que existan indicios de la comisión de un delito. Y esto es precisamente lo que se ha hecho.
Porque yo confío en los jueces precisamente porque confío en el Estado de Derecho y en la democracia. Y atacar al Poder Judicial solo por cumplir la ley implica menospreciar ambos conceptos y a todos aquellos que, durante siglos, vertieron su sangre para edificar un futuro mejor que su presente.
Un presente en el que monarcas y dictadores, de uno y otro color, lo controlaban todo. Y un presente que, en contra de lo que dicen, parece que algunos desean restablecer. Los políticos son ciudadanos, al igual que todos nosotros. Y, como tales, deben cumplir la ley y ser tratados por esta y ante esta de igual modo que los demás, que un profesor, que un panadero o que un ingeniero.
Y si estos cometen delitos, se les juzga. Lo mismo que a los políticos, por mucho que no quieran, por mucho que algunos se sientan especiales y superiores al resto. Ya basta, pues, de ataques al Poder Judicial. Porque si hoy existe una cacería, no es humana en sede judicial, sino judicial en sede política.