La gente se disfraza en carnaval o cuando quiere aparentar lo que no es. Salvo en algunas profesiones. Los jueces, los obispos y los militares van disfrazados a casi todas partes. La mayoría de estos profesionales son conservadores, por eso les encanta vestirse como se supone que se hacía hace cientos de años. Con ello sugieren que enlazan con la tradición, fuente de la autoridad. Pero la tradición no confiere autoridad alguna. El pasado no es fuente de sabiduría, más bien está repleto de creencias absurdas y afirmaciones indemostrables, desde la existencia de Dios hasta que la Tierra es plana. Claro que son conservadores a tiempo parcial. Cuando enferman no acuden a un curandero sino que se ponen en manos de la medicina de última generación.
Hay excepciones, por supuesto, pero pocas.
Los obispos y cardenales se arropan con tules y sedas en honor a un individuo que, dicen, predicaba la pobreza. En nombre de esa misma pobreza inmatriculan y se apropian de numerosas propiedades. Anuncian el perdón universal pero lo concentran en aquellos miembros del gremio que han sucumbido al pecado (y delito) de, por ejemplo, pederastia. No se puede decir que viven como Dios porque, según los escritos en los que dicen inspirarse, su Dios era más bien pobre.
Los jueces se visten con togas, cuyas mangas están rematadas por puñetas. Ya la palabra se las trae. Se inspiran en las túnicas de los romanos que impartían justicia en una Roma en la que estaba perfectamente admitida la esclavitud. Pontifican al hablar, pero la mayoría usa una prosa muy alejada de la de Cicerón y de la del resto de los mortales. En realidad, son el gato de Cheshire, que se creía el dueño del lenguaje. Sólo así se comprende que uno de ellos pueda decir que endosarle 70 puñaladas a alguien no supone ensañamiento porque la víctima murió de la primera, como si el agresor fuera comprobando el asunto antes de cada golpe.
Los militares, que hasta hace dos días y medio presumían de “hombría” se llenan de medallas, cintas de colores y fajines. Se adornan con perifollos como si fueran “nenas”, para utilizar un término cuartelero de los años cincuenta, sesenta, setenta, ochenta y lo que cuelga. Fuera de los cuarteles la machista expresión ha sido arrinconada, pero tal vez siga viva en la mente de no pocos uniformados, algunos de los cuales se ponen hasta penachos con plumas, elementos de gran utilidad para entrar en combate.
La única profesión que se disfraza pero que no engaña es la de los abogados. Utilizan togas, sí, pero se ponen al servicio de quien les pague, sea Carles Puigdemont o un presunto narcotraficante. Si hay dinero, hay una muy seria presunción de inocencia y cientos de picapleitos decididos a asumir la defensa.
El resto de profesionales utiliza el uniforme en el momento del trabajo. Para los médicos la bata es un elemento de higiene que se abandona al salir del hospital; los mecánicos se quitan el mono y se ponen ropa de calle antes de dejar el taller. Los bomberos no van de uniforme en el metro ni los toreros se suben al tranvía con el traje de luces. También se cambian los miembros de la UME, que han hecho más por la buena imagen del Ejército que mil desfiles con o sin cabra.
Los disfraces van, no hay que perdérselo, acompañados de una retórica a juego. Jueces, obispos y militares utilizan idiolectos propios: palabras que en sus sentencias, sermones y discursos se alejan del sentido ordinario. Hay un subgrupo (los legionarios) cuyos miembros se autoproclaman “novios de la muerte“. ¿No sería más bonito estar enamorado de la vida, aunque suene a bolero? Tienen en su credo un llamamiento a acudir a la gresca “con razón o sin ella”. ¡Ah, si Descartes levantara la cabeza!
En plena racha racionalista, el ex general catalán (es de Figueres) Francisco Gan Pàmpols ha anunciado que, pese a ser vicepresidente del gobierno de la Comunidad Valenciana, no se ocupa de la política y que en él no manda nadie. Se diría que confunde mandar (lo que se hace en el Ejército) con gobernar (lo propio de la vida civil). De todas formas y vista la tendencia de Carlos Manzón a desaparecer cuando hay que tomar decisiones, quizás el general no miente y Manzón no le manda. Ni a él ni a nadie ¿Debería?
Sin descartar que su misión esté muy clara: evitar que el PP se encomiende a la tradición de Zaplana, Costa, Barberá, Grau y tantos otros que podrían ver en el dinero de la reconstrucción un maná para los bolsillos propios. ¡Ah, no, que dice Feijóo que el PP, que pagó su sede en negro, es el partido de la honestidad y la transparencia! La verdad ante todo: ¡disfraces fuera!