El recurso a la belleza en blanco y negro del fotógrafo Irving Penn elude la realidad para convertir la mirada en arte.

Y la elusión de Penn, a través de la mirada, nos remite a la fiscalidad, el gran dilema de la economía desde que John M. Keynes, el economista del grupo Bloomsbury –junto a Virginia Woolf o Forster–, y Friedrich Hayek, el maestro vienés, discutían el efecto tributario sobre la formación de precios.

Ahora mismo, las grandes empresas energéticas no aceptan el impuesto especial del Gobierno; advierten de que, de mantenerse el nuevo gravamen, dejarán de invertir en el complejo petroquímico de Tarragona –sede de Dow Chemical o Repsol– y en otros puntos de España.

La presión se endurece cuando la gran patronal catalana, Foment del Treball, considera el impuesto como “un ataque al corazón de la economía” y una “maniobra confiscatoria”.

Veamos lo que dice Eurostat: la presión fiscal de España (impuesto más cotizaciones sociales) se sitúa en el 38,3%, por debajo de la media de la UE (41,1%) y de otros 11 países, entre ellos Francia (48%), Bélgica (45,6%), Alemania (42,3%) o Países Bajos (39,7%). Un punto arriba o abajo, la fiscalidad española es la más baja del continente.

Cuando se pone sobre la mesa la relación entre tributos e inversión conviene recordar que este no ha sido nunca el debate de los países industrializados. Es más propio de economías de servicio que ofrecen una fiscalidad blanda –la Irlanda de Google– o una rebaja directa a través de sus holdings, como Países Bajos.

No lo hace Francia, tampoco Italia y mucho menos Alemania; ni tampoco Bélgica, que para eludir ya tiene a Liechtenstein, entre los valles del Rin y las cumbres alpinas. Recordemos que Jean-Claude Junker, siendo ciudadano del principado y paraíso fiscal, presidió el Consejo de la UE. Vergüenza, la justa.

El mensaje de la patronal es falaz; nadie se lleva las fábricas a otro sitio a causa de una subida fiscal. La decisión de invertir depende del nivel de especialidad del país elegido, de la existencia de una industria auxiliar o de la calidad del trabajo. No confundamos.

El Foment que preside Josep Sánchez Llibre no le pondrá puertas al campo a fuerza de reducir la fiscalidad, emulando a la patronal histórica de Juan Güell con las subidas del arancel para evitar las importaciones textiles de nuestros competidores. Eso es cosa de Trump.

La Hacienda española convive con el librecambismo de la economía global. Lo sabe bien la excanciller alemana Angela Merkel, que, en sus lacónicas memorias –con el título de Libertad–, no acepta chantajes y considera que Europa sobrevivirá la interrupción del suministro del gas siberiano, si es capaz de mantener la doctrina germánica del Wandel durch Handel (cambio a través del comercio).

Cataluña no puede verse impelida a escoger entre el chantaje energético y la paz de los cementerios que dejó el procés; no podemos quedarnos con el paraíso de la gestión eficiente, que predica Salvador Illa y celebra La Vanguardia en su sondeo de Ipsos.

La Force tranquille no será suficiente. Necesitamos la disrupción de nuevas inversiones; no basta con la burbuja de las alegres puntocom.

Se impone una nueva estética, una mirada elusiva, como la de Irving Penn; una mirada inteligente sobre las locomotoras. Remedemos a Clinton: es la oligarquía, bobo.