A fines del siglo XVII, un virrey valenciano no dudó en afirmar -después de fracasar en su intento por erradicar el bandolerismo- que “ha de haber bandidos mientras hubiere fueros”. El monopolio de la violencia no lo tenía todavía la Monarquía.

La complicidad entre señores y delincuentes era un lastre heredado de siglos pasados. Algunas formas coercitivas de este feudalismo “bastardo” siguieron vigente hasta la época contemporánea en extensas partes de España.

La monarquía compuesta de los siglos XVI y XVII -tan bien explicada por John Elliott- padecía disfunciones de las que se beneficiaban las élites en determinados territorios y contextos.

La modernización apuntaba hacia una centralización o una racionalización de la administración del Estado, según el punto de vista del afectado.

La grave crisis de 1640 cerró esa vía que, sin embargo, en Europa marchaba viento en popa con Luis XIV al frente.

Con el triunfo de Felipe V se proyectó un Estado centralizado y uniformado, otro asunto es que ese objetivo no lo alcanzaran plenamente los Borbones en el siglo XVIII ni el nuevo y débil Estado liberal durante buena parte del XIX.

Fue durante el franquismo -con su eficaz y obediente red de gobernadores civiles- cuando se lograron las cuotas más altas de centralización y de desequilibrio territorial.

En la Transición se creyó que la descentralización era el mejor modo para superar la permanente y secular tensión entre las élites de la Corte y la Periferia, además de reducir la discriminación social y económica que sufrían la mayoría de españoles que tenían la mala suerte de vivir en los territorios no favorecidos.

El autonomismo fue difundido como sinónimo de eficiencia y racionalidad en la gestión de la cosa pública.

Y poco a poco se afianzó la emergente partitocracia al amparo de las renovadas clases dirigentes, herederas de franquistas cruzados con demócratas en proporciones diferentes según la comunidad autónoma correspondiente.

Después de cuatro décadas, el modelo autonómico está tan asentado como hundido por su propio y enorme peso. De revulsivo en la década de los ochenta del pasado siglo XX, el Estado de las Autonomías ha mutado en un dinosaurio que necesita cada día más alimento sólo para mantenerlo tal cual. 

Todos lo saben, pero todos callan. En el papel mojado de Granada, el PSOE ofreció la vía federalista, al mismo tiempo que sus socios ultras siguen trabajando por la opción separatista, mientras se mantienen generosamente con dinero público.

Los conservadores son hoy los más firmes defensores del autonomismo, con la silenciosa complicidad de los ultras centralistas que han tocado precisamente ese poder.

Día tras día, el modelo autonómico deja entrever sus costuras descosidas y sólo los inmovilistas reaccionarios, de derechas o de izquierdas, se resisten a cualquier cambio que pueda mejorar o racionalizar el servicio público, sea en la sanidad, en la educación, en las infraestructuras, etcétera si ello supone -según ellos- un atisbo de retorno a la centralización de alguna competencia. 

La tragedia de la DANA ha puesto en evidencia la disfunción del Estado autonómico, si no se reforma de manera inmediata. Ahora ya no son sólo los policías, los sanitarios o los estudiantes, por ejemplo, los que se quejan de la diferencia de trato, becas o salarios en función de la comunidad autónoma en la que residas, hasta los bomberos aseguran que están atónitos ante la inutilidad de sus servicios, en episodios críticos como el desastre de Valencia, al no existir una coordinación estatal.

Qué peligro para un país -tan necesitado de reformas- que los inmovilistas y demás reaccionarios se refugien en los fueros y que, encima, el autonomismo se defienda como un dogma intocable por su inmaculada concepción. Vade retro.