Hace unos años tuve que enfrentarme a un proceso de tintes kafkianos en el instituto donde trabajaba. La madre de una alumna me acusó anónimamente, primero en Twitter y después ante el Síndic de Greuges, de hacer propaganda en clase de un partido político no independentista.
En un primer momento, le pedí, a través de Twitter, que se retractara de sus afirmaciones difamatorias. Pero la madre, en el tono chulesco y amenazante de los que se saben impunes –eran los años duros del procés–, me dijo que tenía audios y que la denuncia ya estaba puesta en el Síndic.
Al día siguiente, como no sabía quién era la denunciante –aunque lo supe al cabo de poco cruzando cuatro datos en internet– aclaré un par de cosas a todos los grupos a los que di clase.
La primera, que si yo había hecho en algún momento algún comentario de cariz político nunca había sido con la intención de convencer a nadie, sino simplemente de aclarar algún dato o motivar alguna reflexión crítica; algunos alumnos, que ya habían visto la acusación en Twitter, se ofrecieron a publicar un escrito en mi defensa, pero les dije que era mejor no remover el avispero.
Lo segundo que les dije fue que la difusión sin consentimiento de una conversación privada podía ser constitutiva de delito. Al día siguiente, el tuit había desaparecido. Pero el proceso ya estaba en marcha por la denuncia en el Síndic.
Fueron semanas de incertidumbre en las que tuve que buscar asesoramiento legal para no pillarme los dedos. Desde la dirección del centro se me pidió, a instancias de la inspectora, a la que le llegó un requerimiento de los Servicios Territoriales, que aclarara lo sucedido.
Me negué al principio, porque no podía aclarar algo de lo que apenas tenía información: ni sabía cuándo habían sucedido los hechos que se me imputaban, ni el tenor de lo que supuestamente había dicho, ni el grupo en el que había ocurrido todo.
Solicité un requerimiento escrito, con fecha de registro y datos más concretos sobre aquello de lo que se me acusaba. El requerimiento llegó, junto con el escrito que los Servicios Territoriales habían trasladado a la inspectora: se me acusaba de hacer propaganda explícita, deliberada y sistemática de un determinado partido político.
El requerimiento también incluía una advertencia: si no respondía en un breve plazo, me abrirían un expediente disciplinario.
Redacté un texto, consensuado con una asociación cívica: insistí en que se me hurtaba información relevante y negué aquello que se me imputaba. Al cabo de pocos días, el director me dijo que a la inspectora no le había convencido el texto con mis aclaraciones y que quería reunirse conmigo.
El día de la reunión mostré un perfil bajo. La inspectora se puso de mi parte y me reconoció que la madre se había saltado los procedimientos establecidos para presentar una queja. Pero, de alguna manera, me hizo saber que estaba en una posición de desventaja: si no redactaba el escrito en los términos que ella me sugería –eran razonables, pero no dejaban de ser los que ella me sugería– la cosa podría complicarse. Así lo hice. Y ella me aseguró que en su escrito de respuesta haría saber que no se había seguido el procedimiento adecuado.
Así quedó el asunto durante muchos meses. Pero, tras un año y medio, me volvieron a convocar para una reunión, esta vez con una nueva inspectora. Había llegado otro requerimiento de Servicios Territoriales, a instancias, nuevamente, del Síndic.
Al parecer, la madre no había quedado satisfecha con la primera resolución y había hecho llegar al Síndic el audio –o el supuesto audio– con lo que yo había dicho en clase. El Síndic, en vez de hacerle ver a la madre que eso de grabar en clase era una falta grave de disciplina, lo transcribió.
La nueva inspectora, con una amabilidad exquisita, puso todo su empeño en preguntarme si me reconocía en aquellas palabras. Le dije que me estaba preguntando por algo ocurrido casi dos años atrás, y que tampoco nadie me aseguraba que aquella transcripción se correspondiera con un audio real.
La propia inspectora me reconoció que, en cualquier caso, lo que allí había transcrito no era, de ningún modo, una consigna propagandística. Le dije que tenía razón y que, aunque yo hubiera pronunciado aquellas palabras, no parecían corresponderse con el tenor de las acusaciones.
Al acabar la reunión, le pedí una copia de toda la documentación del proceso. Ella me prometió que así lo haría, pero después de cuatro años aún sigo esperando.
No pude evitar rememorar todo aquello cuando el otro día mi hijo mayor, que cursa 4º de ESO, me dijo que su profesor de Sociales, tras la victoria de Trump, les había dicho: “Si alguno de vosotros sigue las ideas de Trump, que sepa que es un españolito de mierda”.
El comentario no requiere demasiada exégesis. Simplemente imaginen que yo hiciera referencia en clase al racialismo que fundamenta el corpus doctrinal del nacionalismo catalán en sus orígenes –lo comenté en mi artículo ERC y los antepasados de Rufián–, que aludiera al hombre andaluz “poco hecho” de Pujol, a las diferencias genéticas del artículo de Junqueras, a las “bestias con forma humana” de Torra o a cualquier manifestación supremacista del estilo.
Imaginen eso y que a continuación dijera: “Si alguno de vosotros sigue las ideas de cualquiera de esos nacionalistas es un catalanet de merda”. ¿Se imaginan, después de ver lo que me ocurrió por puntualizar algún dato, lo que me ocurriría si dijera algo así? ¿E imaginan lo que le ocurrirá al profesor de Sociales de mi hijo? Exacto. Ustedes y yo sabemos la respuesta a ambas preguntas.