Este 8 de noviembre se cumplieron tres meses desde la investidura de Salvador Illa como nuevo presidente de la Generalitat de Cataluña.

Y solo diez días después habrá agotado esos preceptivos 100 días de gracia –fue Franklin D. Roosevelt, el presidente estadounidense, el primero en beneficiarse de esa medida cuando ocupó la Casa Blanca en 1933 y se puso a trabajar en el New Deal para sacar al país de la Gran Depresión– que la cortesía parlamentaria debe, o debería, conceder siempre a cualquier presidente electo a fin de poder desplegar con relativa calma su plan de gobierno y empezar a remendar lo que deba ser remendado.

Más de diez años de infame procés no pueden equipararse al devastador crack bursátil de 1929, pero casi…

Ocurre que al pobre Salvador no le han concedido ni esos 100 días de sosiego, porque todos los partidos nacionalistas del Parlament, junto a la ANC, la principal entidad civil separatista –ahí tienen a Lluís Llach tildándole de fascista, seudo franquista o virrey, lean a Ramón de España en este digital– le han saltado en los últimos días a la yugular como lobos, incapaces de digerir, a estas alturas, su completa derrota y su pérdida de poder.

A Illa le denigran, le ningunean, le acusan de todo, hacen chacota de su aspecto de funcionario de ventanilla sin manguitos ni visera ni sello de caucho, le chantajean, le exigen, rechazan los presupuestos que pretende aprobar, amenazan con retirarle su apoyo y, en resumidas cuentas, con hacerle la vida imposible.

Conociendo como todos conocemos a esta parroquia de majaderos, podemos concluir que tanta inquina y bilis se debe a que el socialista está haciendo algunas cosas bien, o incluso muy bien.

Salvador Illa, hombre parsimonioso, discreto y aburrido –así se ha definido en más de una ocasión–, acierta al apostar, de entrada, por reactivar la economía poniendo a Cataluña en marcha, y por normalizar la vida institucional, tanto a nivel autonómico como estatal, tras la parálisis y el horror vivido a lo largo de interminables años de paroxismo independentista; un tiempo perdido que todos hemos pagado, y seguiremos pagando a corto plazo, muy caro.

Piénsenlo. Si la economía entra por la puerta, si Cataluña recupera el prestigio y el liderazgo de antaño en lo económico e industrial, si vuelve a ser locomotora y paradigma empresarial de España, el nacionalismo saltará definitivamente por la ventana. Así que step by step, little by little…

Deberíamos valorar, de entrada, tras sus primeros 100 días en el cargo, su esfuerzo a la hora de zurcir el desgarro en la tela de lo convivencial, tanto dentro como fuera de Cataluña; en recuperar la debida cortesía y respeto a la monarquía; en su predisposición a hacer acto de presencia en actos protocolarios y celebraciones de carácter nacional; en devolver la bandera que es común y de todos al asta de honor que le corresponde ocupar.

También en su apuesta a la hora de mejorar la vida de los barrios de la ciudad –ese “plan de barrios” que ya acariciaba en su día Pasqual Maragall– y por llevar a buen puerto el traspaso de la red de Rodalies; en su apoyo firme a los siempre vilipendiados Mossos d’Esquadra; en su deferencia conciliadora hacia los presidentes que le precedieron; en renunciar, en su política de acuerdos, a aplicar cordones sanitarios y mostrarse dispuesto a hablar y a escuchar a todos los partidos. 

Porque la política es negociación. Claro que siempre dentro de unos límites. Calma. Afortunadamente Illa no es Pedro Sánchez. Es un hombre de buen juicio, prudente y ético. Eso salta a la vista. Toca concederle tiempo y espacio.

Pero el mayor logro de Salvador Illa hasta el momento es inaprensible, atmosférico, ambiental, meramente psicológico, aunque no por ello menos real y constatable.

Su presidencia, unida al hecho de que tanto el consistorio de la Ciudad Condal como la Diputación de Barcelona están en manos del PSC –con Jaume Collboni y Lluïsa Moret al timón, respectivamente–, ha borrado de un plumazo cualquier rescoldo de esperanza futura del ánimo de un nacionalismo reducido a cenizas –que ya solo administra el recuerdo de sus gloriosas efemérides del 11S, el 1-O y el 27-O– y sumido en una severa depresión colectiva.

Fuera del poder, señores, hace mucho frío. Muchísimo. Como en Juego de Tronos, podríamos afirmar taxativamente que al nacionalismo ultramontano le ha llegado el invierno. Y promete ser duro y largo, muy largo.

En nuestra infancia, los niños catalanes escuchábamos muchas expresiones y dichos coloquiales que repetíamos divertidos, de carrerilla. Uno de ellos era: “Barcelona es bona si la bossa sona”, que podríamos traducir ad sensum como “Barcelona es buena si la cartera se llena de dinero”, y que se atribuye a los mercaderes italianos (muy particularmente a la industria textil florentina, al Arte de la Lana de la Florencia de los Médici) que arribaban a nuestras costas deseando llenar las bodegas de sus navíos con nuestra lana, que rivalizaba en calidad y en precio con la que se ofertaba en Castilla, Inglaterra y Escocia. 

Y es que siempre hemos sido, desde los tiempos de fenicios, griegos y romanos, puerto de arribada y prosperidad, de acogida, de intercambio, de negocios y riqueza. Y eso es precisamente lo que nos ha hurtado en su demencia el nacionalismo y que ahora debemos recuperar a toda costa.

En los 100 primeros días de Salvador Illa al frente del Govern ya se respira, y eso es algo innegable, un nuevo aire de tranquilidad política y social en Cataluña.

Prácticamente ninguno de los botarates que nos han amargado la sobremesa y la siesta durante años ocupan ya espacio en las portadas de la prensa, los informativos y las tertulias. Y los empresarios, industriales, inversores, economistas y financieros catalanes –léase la burguesía catalana– se muestran encantados ante esa atmósfera de cambio y estabilidad.

Los que en su día se dejaron engatusar por Artur Mas y Carles Puigdemont, en un viaje a ninguna parte, hoy bendicen a Salvador Illa. El dinero, no lo olvidemos nunca, odia el desorden, la algarada y el incendio callejero; busca multiplicarse y exige, a tal fin, paz y discreción. A cambio genera trabajo, riqueza y bienestar social. Vamos por buen camino.

Debido a todo eso, embargado por una impotencia que le humilla, furioso al ver que le han arrebatado el poder de un cortijo que siempre ha considerado suyo, el nacionalismo se desgañita, amenaza y se revuelve.

Ahí tienen a todos sus líderes, ídolos con pies de barro, despotricando de la mañana a la noche: “¡Nosotros somos el pal de paller del independentismo; aún podemos morder y torcerle el brazo a España, volveremos a intentarlo!” –rugen Carles Puigdemont, Jordi Turull, Míriam Nogueras y los adláteres de Junts–.

“¡Cupo catalán y mesa de seguimiento de la singularidad catalana o no habrá presupuestos!” –amenazan Oriol Junqueras y Marta Rovira mientras se apuñalan cordialmente–; “¡Esto es intolerable, este es el Govern de un español, anticatalanista, que pretende borrarnos del mapa; a las barricadas, companys!” –vocifera otra vez Lluís Llach–; “¡Todo lo que Salvador Illa propone es estéril y superficial, no va a la raíz del problema, nos opondremos!” –apostillan los xiquets de la CUP, que ahora se santiguan y miran al cielo entre porro y porro…–.

Esta es la parroquia con la que deberá lidiar en su día a día Salvador Illa a lo largo de la legislatura. Entre los muchos asuntos ineludibles que tendrá que abordar –economía, financiación e inversiones, vivienda, inmigración, inseguridad ciudadana, normalización institucional, cumplimiento de sentencias judiciales, cuota lingüística y derechos de los padres a educar a sus hijos en su lengua materna–, deberá empezar por emplearse a fondo si pretende aprobar los presupuestos de la Generalitat del próximo año. Lo logrará, no les quepa duda alguna. 

A diferencia de lo que pueda sucederle, más pronto que tarde, a Pedro Sánchez, condenado irremisiblemente a hundirse en su abyección, corrupción y prepotencia, juraría que en Cataluña tenemos Salvador Illa para rato. Concédanle 200 días más.