Siempre he tenido envidia de las personas que pueden trabajar en un bar, esas que ves tan concentradas frente a la pantalla del portátil, taza de té a un lado, indiferentes al bullicio del ambiente: conversaciones cruzadas, platos y cubiertos estrellándose contra el fregadero, una máquina de café silbando sin parar…
Luego me fijo mejor y esas personas suelen llevar los cascos puestos, y me pregunto qué escucharán: ¿Música clásica? ¿Un pódcast de geopolítica? ¿Un mensaje de audio de su madre? ¿Es posible analizar un Excel repleto de datos financieros o la escritura de una columna de opinión para Crónica Global mientras suena Bob Dylan en tus oídos?
Yo nunca he utilizado cascos, no me gusta sentirme aislada, pero esta semana he sufrido varios percances absurdos que me han hecho perder el tiempo y no me quedaba otra que escribir esta columna en un ruidoso bar de la calle Bailén, donde una hora después había quedado con unos amigos para ir al teatro. Nada más entrar por la puerta, sin embargo, me encontré por casualidad con Pep, uno de los mejores amigos de mi primer novio, y enseguida supe que las posibilidades de terminar esta crónica en el bar caerían en picado.
No podía decirle a Pep, “hola qué tal, no puedo hablar, tengo que trabajar”. No. A Pep solo me lo encuentro por casualidad, y yo soy de las que creo que las casualidades dan magia a nuestras tristes y excesivamente programadas vidas, y que, por lo tanto, hay que celebrarlas. Así que acepté la invitación de sentarme en su mesa y empezamos a recordar todas las veces que nos hemos encontrado por casualidad.
Una vez fue en medio de una manifestación multitudinaria durante el procés, a la que yo había acudido como periodista; en otra ocasión nos encontramos en Cadaqués, él estaba tomándose una cerveza en una terraza, esperando a su novia, y yo regresaba de una excursión, sudada y con un aspecto deplorable.
Siempre es él quién me ve primero y me saluda, y aun así a veces no me entero, como hace un par de semanas, cuando me escribió por Instagram para decirme que me había visto paseando por la Diagonal al lado de un hombre, “que mirabas y escuchabas como si fueras el oráculo de Delfos” (una cita fallida, pero disimulo muy bien), y que me había saludado con un “¡Hey!”, pero nada, “estabas muy concentrada…”, me dijo. El jueves pasado fue también él quién me vio entrar y me saludó.
Estaba sentado en una mesita de mármol, tomándose un Vichy y leyendo la prensa. “¿Trabajas por el barrio?”, me preguntó curioso. “Que va, si vivo en el Maresme. Buscaba un bar para trabajar un rato antes de ir al teatro”, le respondí, sentándome frente a él. Algo dentro de mí me repetía que tenía que trabajar, que no podía quedarme charlando mucho rato con Pep, pero… qué diablos, el azar me había puesto de nuevo a Pep a disposición para charlar y reír un rato. El trabajo podía esperar.
Y así lo hicimos: me explicó que estaba contento, porque su pareja se había mudado finalmente con él, y que este fin de semana hacían una escapada juntos a Madrid. “Veremos a Marc”, me explicó, refiriéndose a otro compañero de la pandilla de mi exnovio, a quién tengo mucho cariño.
“Dale muchos recuerdos”, le ordené. Marc se divertía llamándome “princesita” porque decía que yo era una pija ingenua (una noche me tomó el pelo haciéndome creer que unos polvos de talco eran cocaína) y durante un tiempo fuimos amigos.
Esos amigos que, sin saber muy bien porqué, acabas perdiendo el contacto, pero quedan ahí, en tu compartimento de los buenos recuerdos. El mismo donde también almaceno a mi ex, un hombre con tendencia a los altibajos, pero que ha empezado una nueva vida en el extranjero y allí parece feliz.
“Siempre me ha gustado más como corresponsal que como reportero local”, me confesó Pep antes de finalizar nuestro encuentro casual. Albert Einstein creía que nada sucede por casualidad y que las leyes de la física excluyen el azar. Yo, la verdad, no sé qué pensar. Pero encontrarme a Pep me hace revivir una de las mejores etapas de mi vida y solo por eso ya vale la pena.