Lean, si pueden, Los valientes están solos, la biografía novelada de la vida de Giovanni Falcone, escrita por Roberto Saviano. Hagan caso de la recomendación y prescindan, si quieren, de todo lo demás, porque el libro de Saviano entra dentro de esa categoría de obras cualquiera de cuyos análisis parece un ejercicio fútil ante la magnitud del impacto que causa su lectura.
Pero ¿por qué esta novela supone una inmersión descarnada en las profundidades de la conciencia, donde van estallando, casi a cada paso, una serie de bombas de racimo que parecen demolerla?
Desde luego, la historia real, documentada de manera minuciosa por Saviano, contiene todos los elementos para sacudir el ánimo del lector y hacerle reflexionar sobre algunos de los principales temas que afectan a la condición humana: la valentía y la cobardía, la dignidad y la vileza, las oscuras motivaciones personales, las rencillas en la lucha por el poder. Y, sobre todo, el miedo.
El miedo como una presencia oscura y viscosa, una especie de pez expansiva que lo inunda todo, pero que, sin embargo, no consigue vencer la insólita dignidad de quienes, como Falcone —y, como él, otros jueces, policías, escoltas, políticos—, decidieron continuar la lucha contra la mafia a pesar de saberse sentenciados.
Falcone, además, tuvo que hacer frente a las suspicacias de la prensa, que lo acusaba de querer acaparar un exceso de protagonismo, y a las maquinaciones dentro de las instituciones —especialmente en la propia magistratura— para torpedear la batalla en la que se jugaba la vida a diario.
Han leído bien: la prensa y la magistratura conspirando contra aquellos que eran una diana móvil, acusándolos de buscar los focos y el medro personal. El papel del llamado “cuarto poder” en todo aquello es uno de los aspectos que a uno le dejan peor cuerpo. Por lo que significó entonces y porque uno no puede dejar de pensar en su influencia en contextos parecidos que uno ha vivido más de cerca.
Pero, recuperando la pregunta de unas líneas más arriba: ¿por qué la onda expansiva de la novela va más allá de los hechos en bruto, suficientemente terribles por sí mismos? Porque Saviano, dotado de un inconmensurable talento literario, pone el foco en lo importante: la dimensión puramente humana de las víctimas. Cualquiera de los atentados que se describen resulta espeluznante. Pero hay uno que para mí es especialmente sobrecogedor.
En el capítulo 51 se narra el viaje en coche que hacen el juez Antonino Saetta y su hijo Stefano para asistir al bautizo de Gabriel, nieto del juez. El viaje no es sino el modo que tiene Saviano de describir la relación entre un padre y su hijo. Nino y Stefano son inseparables. Por ejemplo, van al cine a menudo, y allí Stefano, un hombretón de 35 años con problemas psiquiátricos en su adolescencia, echa el brazo por detrás de la butaca para abrazar a su padre. Cualquiera diría, viéndolos por detrás, que Stefano es el padre y Nino, el hijo. Y del mismo modo parecen invertir sus papeles cuando van a nadar y Stefano, excelente nadador, siempre deja atrás a su padre.
Durante el trayecto de ida, Nino reta a Stefano a que complete la frase de una película o un libro. “Eres un fenómeno”, le dice el padre, porque Stefano siempre acierta. También durante la ida, Stefano le pide a su padre, con la insistencia de un niño, que ponga la cinta de los Beatles, a pesar de haberla escuchado tres veces antes; y, entonces, cuando suena la música, Stefano empieza a bailar con un entusiasmo desbordante que hace balancear el coche.
Y Nino piensa que ojalá el viaje durara para siempre, porque el interior del Lancia Prisma en el que viajan es en aquellos momentos una cápsula de tiempo que contiene todas las formas de la felicidad. Pero el viaje no dura para siempre: a la vuelta del bautizo, un coche los flanqueará y tres hombres los coserán a balazos. Cuando uno de los asesinos se baje del coche para rematarlos, Nino se echará sobre Stefano para intentar protegerlo.
Todo el capítulo es de una humanidad profunda, vibrante. Y ese último abrazo concentra el vínculo de un padre y un hijo, el vínculo —inquebrantable en vida— segado a ráfaga de metralleta. Uno no puede dejar de estremecerse con ese final. Por el asesinato en sí, claro. Pero también porque Saviano, al resaltar esa profunda humanidad que late en cada gesto entre padre e hijo, expone en toda su crudeza el sinsentido de la barbarie: nada puede justificar un crimen así.
Y eso es lo que hace Saviano a lo largo de la obra: humanizar a las víctimas, dibujar todos los matices de una condición —la humana— compartida con cualquiera de nosotros. Y solo así —insisto: solo así—, viéndolos como semejantes, uno puede hacerse una idea del infierno que vivieron.
Mientras leía la novela no pude dejar de pensar varias veces en el programa que emitió Salvados a finales de septiembre, titulado Txakurras, en el que se analizaba el papel de los escoltas en el País Vasco mientras ETA estuvo operativa.
En realidad, recordé su campaña de promoción, con varios cortes en los que se dibujaba una caricatura perversa tanto de escoltas como de escoltados. No parecían como nosotros, sino apenas una emanación purulenta, la encarnación de algo detestable. En definitiva, aparecían como seres carentes de toda humanidad, justo el mecanismo necesario para desactivar nuestro sentimiento de solidaridad y compasión.
Por eso la novela de Saviano es un prodigio luminoso de humanidad y la promoción del programa de Salvados fue un zambullido en una fosa séptica. Por eso decía unos párrafos más arriba que el papel del llamado “cuarto poder” es uno de los aspectos que a uno le dejan peor cuerpo tras la lectura. Porque allí, como aquí, siempre hubo periodistas prestos a activar el proceso de deshumanización de las víctimas.