El reportaje que publicaba ayer en este diario Miriam Saint-Germain ilustra de manera diáfana una de las graves problemáticas que sufre la ciudad: la de la explotación laboral de inmigrantes, generalmente por parte de otros inmigrantes, y la facilidad pasmosa que parecen encontrar para legalizar situaciones incomprensibles o para operar sin ningún tipo de papeleo en orden. La colega mostraba los abusos que se producen en los innumerables supermercados regentados por pakistanís, que acaban convirtiéndose en la puerta de entrada de una inmigración ilegal y notablemente explotada.
El asunto está en manos de la Policía y de la inspección de trabajo pero deberán trabajar duro para ahondar en el cuerpo del iceberg. Sólo de ese modo puede entenderse que el supermercado, tanto de formato de bolsillo como de tamaño medio, haya proliferado en las calles de Barcelona a tal velocidad. No se trata exclusivamente de supermercados familiares, o presuntamente familiares. También la sombra de la sospecha abarca a franquicias de marcas de supermercados reconocidas por todos y que están operadas mayoritariamente por empresas pakistanís.
Al margen del terrible comportamiento que tienen con sus compatriotas, jornadas de entre 12 y 24 horas, sin libertad de movimientos, durmiendo hacinados en literas de dudosa salubridad, hay que poner encima de la mesa otras responsabilidades, más allá de la laboral y/o penal. Por ejemplo, ¿no le sorprende a las autoridades que una misma persona lleve más de 12 horas en la caja de un establecimiento? ¿No es curioso que algunos de esos negocios, ubicados en zonas de alquiler caro, tengan una baja rotación clientelar? Y por último: ¿cómo es posible que haya habido tal proliferación de licencias para estos establecimientos con la de requisitos que se deben pasar para obtener luz verde del Ayuntamiento?
Sorprende indudablemente que hubiera una época en la que el mandato municipal fuera tan permisivo con ese tipo de negocios, sin importar si en la trastienda se vive como en los lugares menos recomendables de los países asiáticos, o si la actividad comercial va más allá de la venta de agua mineral y de refrescos.
En Barcelona hemos sido capaces de abortar grandes planes de ciudad porque su pertenencia a un concepto de crecimiento económico no gustaba a determinados ediles, aunque su puesta en marcha hubiese supuesto un acelerón reputacional y económico para el conjunto de la ciudad. En cambio, se ha mirado hacia otro lado en otro tipo de negocios cuyo modo de obtener el lucro va directamente relacionado con la mayor de las injusticias: abusar de los seres humanos. Hay que actuar con urgencia para cotejar la viabilidad de ese tipo de permisos. Y hay que hacerlo sin ningún tipo de dudas para que la ciudadanía al menos pueda pensar que el error del pasado se debió a la incompetencia y no a oscuros modos de llevar las riendas consistoriales.