Hay quien dice que, en estos tiempos, hay más delitos que pecados. Una expresión del todo jocosa que, sin embargo, cada día adquiere un poco más de peligrosa actualidad.
Prueba de ello es el progresivo aumento de tamaño del Código Penal. Hace apenas unos años, tras el artículo 31 iba el 32. Y así sucesivamente. Pero ahora, antes de llegar a este último, nos encontramos con cuatro preceptos más que han ido añadiéndose con los adverbios numerales de bis, ter, quater y quinquies.
A modo de ejemplo, en los siete primeros meses del año 2021, el Código Penal fue reformado hasta en seis ocasiones, con un total de 45 artículos enmendados. En el año 2022, las leyes orgánicas modificativas de dicho Código fueron siete. En 2023, tres, con la creación de nuevos tipos delictivos. Y durante el 2024 tampoco ha habido sosiego en la vorágine legislativa penal.
Esta situación es preocupante. No se trata de una mera casualidad. Es cierto que la sociedad cambia y que el Derecho debe actualizarse en función de las necesidades que vayan surgiendo. Nadie lo niega. El problema se plantea cuando quienes nos gobiernan, sean de uno u otro color, pretenden legislar a golpe de reforma penal, olvidando que existen otras vías, la administrativa, por ejemplo, menos lesivas para los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución.
Se olvida, por tanto, que en Derecho penal rige el conocido como principio de intervención mínima, que, en términos generales, significa que este Derecho sólo puede utilizarse cuando sea indispensable. Es decir, que la sanción penal debe reservarse para tutelar los bienes jurídicos más importantes de los ataques más graves contra ellos.
Consecuencia de este principio es el carácter subsidiario del Derecho penal, según el cual este solo debe actuar cuando no sea posible restaurar el orden jurídico a través de otras soluciones menos drásticas. Por ejemplo, como se ha dicho antes, a través de una sanción administrativa, que puede privar al sancionado de su patrimonio, pero nunca de su libertad, algo que sí hace el Código Penal.
Esta política criminal expansiva es propia de Estados autoritarios, no democráticos. Y desde luego, no es propia de quien enarbola la bandera del progresismo, tradicionalmente contrario a la criminalización generalizada de conductas de dudosa gravedad.
Es por ello por lo que me resulta chocante que, hoy, prácticamente todo tenga encaje en los llamados delitos de expresión, encabezados por los delitos de odio, que persiguen y castigan el llamado “discurso del odio”. Porque este no es otra cosa que la limitación y, en ocasiones, hasta la negación, de uno de los derechos más importantes en un Estado democrático: la libertad de expresión.
Basta una rápida lectura de los preceptos, cada vez más, del Código Penal que sancionan la mera palabra para darse cuenta de la voluntad del legislador de castigar a quienes no comulgan con unos valores determinados, elevados a la categoría de dogmas laicos. Y un castigo no solo moral, como ocurría antes, sino penal, susceptible de provocar el ingreso en prisión.
Los insultos, denominados injurias, a ciertas personas, por relevantes que sean sus cargos, han de ser rechazados por la sociedad por el mero hecho de su vulgaridad. Pero el Código Penal ni está ni puede estar para sancionar los improperios proferidos por tuiteros y demás usuarios de otras redes sociales. Como tampoco puede estarlo para castigar a cantantes por los textos de sus composiciones, por mucho que, para la mayoría, estas disten mucho de aquello a lo que llamamos poesía. Si antes no les hacíamos caso, no se lo hagamos ahora.
Porque no olvidemos que, en caso de sanción penal por la realización de estas conductas, muchas veces irrelevantes y con un escaso eco, corremos el riesgo de divinizar a cualquiera de ellos, algunos carentes de talento, que necesitan de la publicidad de la pena para erigirse en defensores de algo que ni siquiera entienden, de los derechos fundamentales en un Estado democrático.
En resumen, soy partidario de reducir el Código Penal a su mínima expresión. Algo que hoy parece una locura, pero que, no hace mucho tiempo, el progresismo defendía a capa y espada.
Quién sabe. Puede que hoy los progresistas ya no lo sean tanto.