Es un dogma infundado pensar que la Naturaleza es “buena” en esencia. En pro de la competencia evolutiva y la lucha por la supervivencia, la búsqueda del ahorro energético y la perpetuación de la especie son los motores de todo acontecimiento cometido por los seres vivos a medio y largo plazo.

Es difícil creer en un equilibrio new age, harmónico y cuasi utópico, cuando la ciencia demuestra que la moral es una creación evolutiva y la responsabilidad, una necesidad cultural humana.

La eventual actuación de un terópodo (dinosaurio carnívoro bípedo como Tyrannosaurus Rex, Velociraptor o Allosaurus, todos ellos, en mayor o menor medida, parientes del casuario y del pollo, así como del resto de aves) ante el lector, en un evento imaginado, la ciencia ficción nos la ha planteado siempre como de depredación inmediata maliciosa con tintes carniceros.

La especulación científica nos hace dudar de si un dinosaurio carnívoro, como cualquier otro depredador, no haría simplemente un cálculo rápido e instintivo de coste energético (coste en la acción de la caza y beneficio alimenticio resultante), y en el más común de los casos, pasar de nosotros si no tuviere hambre o ni intentar la depredación por considerar que no le compensa.

Cosa distinta es que estuviéramos varios lectores ante el mismo depredador, y necesitando alimentarse de uno acabara con todos en un frenesí venatorio (como saben las gentes de pueblo que hacen los zorros –“la zorra”– con las gallinas, en las más de ocasiones). La idea es clave: un dinosaurio, un lobo, un león o un zopilote rey no son sujetos con responsabilidad moral desarrollada fuera del instinto. Atribuir una bondad congénita a los seres vivos no humanos es de una cutrez acientífica insostenible.

Planteado este escenario utópico, y con algo de sorna, es de interés citar la clásica afirmación, con origen en el romano Plauto, de que Homo homini lupus, o lo que es lo mismo, que el hombre es un lobo para el hombre. Tal expresión fue fuertemente popularizada por Thomas Hobbes para justificar la necesidad de un estado fuerte y centralizado, el Leviatán, que controle el estado natural de guerra de los hombres.

Otros autores, por el contrario, creyeron ver la bondad en todo comportamiento humano primigenio, siendo esta característica inherente a una fantástica fase donde el hombre fue “uno” con la naturaleza. En esta línea está el mito “del buen salvaje” que ya tratara Tácito refiriéndose a los pueblos germánicos en su clásica Germania y que popularizó, aún más, Rousseau al considerar que la sociedad corrompe al hombre naturalmente bueno.

La naturaleza no es ni buena ni mala, sino que, simplemente, está al margen de la moral. Considerar que el hombre es el único animal que mata por placer es reducir lo placentero a un razonamiento, cuando no está coaligado necesariamente a lo racional. La paradoja que se nos presenta está clara: no deberíamos excusarnos en la bondad por naturaleza y mirarnos más en la “bondad educada”.

El “mío” de cualquier bebé antecede a su propio “yo”, nos recuerda Mariano Sigman, y aunque la etología nos demuestre que el propio altruismo es una adaptación evolutiva (véanse las conocidas como “neuronas espejo”), las categorías morales, en cuanto a su descripción, son, en esencia, culturales, y, por lo tanto, aprendidas. Al niño se le enseñan las buenas pautas.

Correlacionado con la territorialidad (germen biológico del concepto de propiedad) y la aversión contra lo ajeno está la maldad congénita inherente a la reacción en negativo contra lo ajeno, véase el racismo. Por más que alguno lo diga, no puede hablarse de países racistas (menos aún de España, en comparación con otros enclaves del globo), sino de individuos a los que no se les ha educado en la integración y en la falta de diferencias raciales (lo que, como es lógico, está más extendido en los países con sistemas educativos defectuosos y con menos recursos). El ser humano es avaricioso, egoísta y racista si no le se le educa, y, especialmente, cuando, por algo, se siente vulnerado.

El problema actual es que cada vez somos una sociedad más egoísta y hedonista que cree encontrar el placer justificado en las flores y las cumbres verdes (como si los árboles no compitieran entre sí y no existieran las enredaderas, literalmente, estranguladoras).

No debemos creernos el ombligo del mundo ni considerar que somos un factor ajeno a lo natural. Debemos saber ver que la bondad y las buenas pautas se enseñan con sacrificio y atención, y que el racismo es propio de indocumentados o gente mal educada en sus valores, lo mismo que la mayor parte de las categorías morales que englobamos en la “maldad”. En definitiva, la naturaleza (ajena a lo humano) no es de ninguna afiliación política con concepción moral, sino extremista en lo evolutivo, lo que nos hace humanos es lo “artificial” que al mismo tiempo nos hace destacar como la mayor creación natural jamás realizada.