Hace unos días, el independentismo pareció resurgir de sus cenizas. Sus antiguos seguidores llevaban tiempo muertos, o quizás estaban de parranda, y un hecho les convenció de que el procés vive, la lucha sigue: Salvador Illa fue abucheado en una jornada castellera. Puede parecer poca cosa para volver a creer en la posibilidad de una victoria, pero hay que tener en cuenta que el procés lleva tiempo amargado, y cualquier detalle insignificante supone para sus fanáticos una victoria a la altura de Bailén. Si todavía recuerdan como si fuera Normandía el día que unas decenas de vándalos destrozaron la plaza de Urquinaona, nada puede sorprendernos. De no tener absolutamente nada, a tener un abucheo contra el presidente de la Generalitat, va un gran trecho. Lo que para la gente normal sería una anécdota sin importancia, para los procesistas es lo más grande que ha vivido Cataluña desde la huida de Puigdemont (también eso lo consideran una victoria, con lo que ya está todo dicho).

Puigdemont fue, por cierto, de los primeros en reaccionar a la pitada contra Illa, más contento que unas pascuas. Como el hombre va de derrota en derrota y ahora tiene mucho tiempo libre, rápidamente interpretó el acontecimiento como la demostración de que “la Cataluña real” (sic) sigue a su lado. Se conoce que “Cataluña real”, en lenguaje Puigdemontista, es la que se traga sus patrañas y continúa a su lado aun cuando no sea ya más que un personaje residual. Para Puigdemont, la Cataluña mayoritaria, que es la que ha colocado a Illa en la presidencia, es ilusoria. La real son las colles castelleres en el concurso de castells de Tarragona, ahí es donde reside la voluntad popular y no en las urnas. Al fin y al cabo, votar es algo que puede hacer cualquiera, en cambio, participar en castillos humanos es cosa de unos pocos elegidos que deberían ser depositarios de la soberanía ciudadana. Si por Puigdemont fuera, se eliminarían las urnas y se formarían gobiernos según la reacción de los participantes en las fiestas populares, a poder ser después de hartarse a vino, que es cuando las ideas son más claras.

Ya que la Cataluña real es la que participa en las fiestas populares, ya que es esa gente alegre y fuera de sí la que debería tomar las riendas políticas, deberían buscarse alternativas, puesto que no siempre vamos a tener a mano una fiesta mayor. Podría otorgarse la soberanía popular a los botellones, que de esos hay cada fin de semana y tampoco ahí faltan el alcohol y la euforia. No hay más que desplazar ahí una unidad móvil de TV3, y grabar lo que gritan los jóvenes a las cinco de la mañana, para saber qué demanda la Cataluña real.

- ¡Anarquía y cerveza fría! - berrean a menudo los borrachos, a pocos minutos de entrar en el delirium tremens.

Y entonces Puigdemont publicaría un tuit reafirmando que esa es la Cataluña real y no la que va a votar cada cuatro años, que ya va siendo hora de atender a sus reivindicaciones libertarias y etílicas, y que, de no hacerlo, los políticos catalanes estarán secuestrando la democracia y la soberanía popular.

Otras veces, la unidad móvil que se encarga de informar de las peticiones de la Cataluña real, se va a desplazar a un hotel de Lloret de Mar, donde se celebra un baile para los jubilados del Imserso. Allí la cosa va a cambiar.

- ¡Que toquen Los Pajaritos, que toquen Los Pajaritos!

Y Puigdemont, siempre atento a las demandas de la Cataluña real, va a dirigir un escrito a sus seguidores exigiendo que en todas partes se toque la canción de Maria Jesús y su Acordeón, petición que dichos seguidores van a acoger con entusiasmo, no en vano tienen edad de bailarla.

Hay que hacer caso de lo que se reclama en todas las fiestas, no solo en los encuentros castellers. Y más, cuanto más alcohol haya corrido entre los participantes, porque eso es la Cataluña real.