“No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas y, sobre todo, que se guarden y se cumplan”. El excelente consejo que don Quijote, ese demente maravilloso, da por escrito a Sancho Panza, su escudero, cuando adquiere la condición –tan anhelada– de gobernador de la Ínsula Barataria (Capítulo 51 de la Segunda Parte), no lo ha seguido casi nadie en España. Muestra de lo lejos que estamos del sentido común y prueba (irrefutable) de cómo la obstinación por convertir este viejo país en una ensaladilla de nacionalidades acaba lesionando los derechos fundamentales de la gente, en bastantes ocasiones con su aplauso decidido y, lo que es todavía más llamativo, incluso con su propio voto.

Es una paradoja ibérica. Porque no deja de ser una ironía del destino que aquellos que postulan la ficción de la España Plurinacional lamenten a continuación, sin rubor, las graves dificultades que abundantes capas de la población –sobre todo los más jóvenes y muchos que han dejado de serlo– tienen para comprar una vivienda o alquilar un piso.

Tener un techo se ha convertido en una misión imposible en esta España cuyo Gobierno no puede gobernar –porque no ganó las elecciones y sólo ha sido capaz de articular una mayoría parlamentaria para la investidura– y, según auguran algunas crónicas, puede terminar derrumbando al Ejecutivo en cuanto se vuelvan a abrir las urnas. De modo y manera, como decían los clásicos, que lo que no es capaz de hacer la derecha (derribar al Insomne Sánchez) puede llegar a consumarlo la ciudadanía. Veremos.

Con el problema de la vivienda, una competencia trasladada en su día a nuestras autonomías imaginarias, sucesión de réplicas derivadas de la matraca independentista catalana, sucede justo aquello de lo que don Quijote advertía a Sancho: quien hace muchas normas inservibles es como si, al cabo, no hiciera ninguna.

“Las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen, antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas, que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella”.

Es lo que viene pasando con la vivienda desde hace cuatro décadas: cada vez que un reyezuelo autonómico –igual que en la fábula de Esopo, donde los batracios exigen a Júpiter un rey– sale a la palestra para anunciar que piensa intervenir el mercado los precios de los pisos aumentan, la oferta se reduce y la gente se queda mirando al cielo con cara de tonta.

En ninguna otra cuestión la diarrea legislativa del Estado de las autonomías ha producido tantísimas leyes, normativas, ordenanzas y reglamentos que en urbanismo. El resultado de este exceso legislativo contrasta con la carestía de inmuebles a precio razonable.

En paralelo, España ha atravesado una burbuja inmobiliaria –causante de la crisis financiera de 2008, que hizo que Zapatero retrasara la jubilación de todos– y se encuentra en el epicentro de otra turística, ambas sustentadas en la cuestión residencial.

La simultaneidad entre ambas ha hecho que el problema, antes circunscrito sólo a las rentas humildes, afecte de lleno a las clases medias, mientras nuestros políticos insisten en el galimatías legislativo para ocultar su incompetencia.

“Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos, que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que el hambre y la carestía” (Quijote).

La adquisición de vivienda –para unos– y el alquiler –para otros– está horadando el bolsillo de casi todo el mundo, salvo cayetanos y herederos, que ya vienen a este mundo con esta cuestión resuelta de casa. No es de extrañar que esta calamidad se haya convertido en una bomba social cuya explosión puede acabar siendo apocalíptica en términos políticos.

El mercado inmobiliario en España –que atesora los activos más valiosos de las familias y de muchos inversores– es socialmente ineficaz porque no sirve para cubrir las necesidades objetivas. Ahora es un eficaz mecanismo para obtener expectativas de riqueza. En determinadas ciudades alquilar un piso es inviable incluso con dos sueldos ordinarios. Esta es la realidad.

De ahí que los sucesivos pactos políticos por la vivienda –estatales, regionales, locales–, como el que esta semana anuncia el Govern, no hayan servido –ni vayan a servir– de nada, excepto para ser incumplidos.

Las Administraciones dejaron de construir viviendas protegidas para atender a la población con menos recursos y, durante décadas, ni siquiera controlaron la reventa irregular de pisos de VPO por parte de sus adjudicatarios, que se olvidaron de la solidaridad intergeneracional el mismo día en el que se convirtieron en propietarios. “Lo mío es mío y lo tuyo, también es mío”.

Algo equivalente sucede con los rentistas –que invertían en la entrada de una vivienda en los años de la burbuja inmobiliaria para revenderla a continuación, incrementando artificialmente su precio– y ocurre ahora con muchísimos propietarios de viviendas turísticas, un mercado desregulado (conscientemente) hasta que ha comenzado a expulsar de los cascos históricos y de las zonas centrales de muchas ciudades a la población ordinaria, en beneficio del desbordante flujo de turistas.

El precio de compra de una vivienda ha subido en España un 47% entre 2015 y 2023. El de los alquileres se ha incrementado un 58%. Casi el 40% del dinero de un inquilino se destina a pagar el alquiler, diez puntos por encima de la media europea. El fenómeno es mucho más intenso en capitales como Madrid, Barcelona, Valencia, Palma o Málaga.

La vivienda nunca ha costado en España lo que de verdad vale. Primero, porque durante la burbuja inmobiliaria los pisos se vendían no por su valor, sino según fuese la capacidad máxima de la carga financiera –a base de deudas vitalicias– y ahora porque, debido a la globalización de la oferta residencial, gracias a las tecnologías, el turismo garantiza a los propietarios una rentabilidad sin competencia basada en la alta rotación.

El populismo y la demagogia gubernamental a la hora de legislar, siempre tarde, siempre mal, hacen tanto daño a quienes buscan un hogar asequible como las hipotecas subprime, infladas gracias a un sistema de tasaciones irreales.

Muchos de los quebrantos de aquella burbuja que estalló en 2008 y llevó a España al borde del abismo hubieran podido evitarse sin intervenir el mercado, a través de un sistema informativo de tasaciones oficiales que sirvieran de referencia a los compradores para discernir por sí mismos entre una hipoteca razonable y otra impagable. Esa información también hubiera salvado a muchas cajas de ahorros, en cuyos consejos se sentaban políticos, y a parte del sector financiero de sí mismos.

El PSOE, que entonces gobernaba, no lo quiso hacer. Zapatero disfrutaba con esta colosal fiesta. La música, sin embargo, cesó. Y con ella la idea de progreso lineal e indefinido de la Santa Transición se derrumbó. Después llegó el espejismo del 15M, la abdicación del emérito, el populismo podemita y el centrismo vacilante de Cs. Y, de postre, el abyecto procés en Cataluña. En política lo trascendente no es legislar mucho, sino hacerlo menos, mejor y, sobre todo, en función del interés general.

Gestionar, en suma, que es lo que nuestros políticos no saben –o no quieren– hacer nunca. Lograr, con información transparente, objetiva y pública, un equilibrio –ahora imposible– entre una demanda solvente que se ha quedado absolutamente fuera del mercado inmobiliario y una oferta que deje de operar como una inmisericorde industria de generación de rentas ajena a su responsabilidad social. En definitiva, seguir el consejo de don Quijote: “Ser padres de las virtudes y padrastros de los vicios”.