Cuando todavía no se han cumplido ni cien días de la investidura de Salvador Illa el regreso a la normalidad institucional y a las formas educadas es un hecho incontestable, aplaudido de forma casi unánime.

El sinfín de reuniones y encuentros que ha llevado a cabo el nuevo inquilino de la plaza de Sant Jaume con todo el mundo que ocupa, empezando por el Rey, ministros, alcaldes, presidentes varios, referentes sociales y económicos, o ha ocupado, como es el caso de los expresidentes de la Generalitat, un lugar relevante, es el mejor reflejo de un estilo dialogante, inclusivo, que contrasta con la crispación de la política española y que hace de Illa un gobernante diferente, por ejemplo, a Pedro Sánchez.

Si cuando era candidato su promesa fue “pasar página” (“girar full”) a fin de superar el desbarajuste que había significado la larga década del procés, ahora desde que está al frente del Govern reitera en cada ocasión con luces de neón el anuncio que “Cataluña ha vuelto”. Así pues, “normalidad” y “regreso” son en este arranque de legislatura los dos ejes del relato de Illa con los que hasta ahora ha cosechado un aprobado general.

La paradoja española es que mientras hoy Cataluña está substancialmente mejor que hace 10 años, en la política nacional vamos de mal en peor, pues la polarización entre Gobierno y oposición ha alcanzado unas cotas insufribles y la lucha partidista se ha trasladado también a las instituciones, ocasionando un daño enorme a la salud de nuestra democracia y al propio Estado de derecho.

En el discurso con el que se estrenó ayer en el debate de política general, Illa confirmó la voluntad de centrarse a en la gestión, con la vivienda como el gran reto inversor de la legislatura, y volvió a singularizarse por su tono constructivo y moderado, hasta el punto de invitar al conjunto del Parlament a llevar a cabo, afirmó, una triple revolución, “la revolución del buen gobierno, la revolución de la normalidad institucional, y la revolución del respeto”.

El contraste que supone este triple salto en relación con lo vivido en Cataluña, pero también con la dinámica populista imperante en Occidente, supone un alivio. Ojalá nos convirtamos en un ejemplo de aburrida normalidad y buenas formas.

No obstante, tampoco vamos a convertirnos en prisioneros de la exquisita educación, y en el discurso de Illa falta un desarrollo aspiracional concreto que explique para qué ha vuelto Cataluña. Un buen gobierno es aquel que garantiza agua, energía, seguridad, movilidad, educación de calidad, etcétera, y no propone saltos en el vacío o encrucijadas divisivas a la sociedad.

De entrada, nadie puede dudar de las buenas intenciones de Illa. Pero solo trascenderá el perfil de buen gestor y mejor persona, si también hace partícipe a la ciudadanía de objetivos de largo recorrido. Para qué ha vuelto Cataluña. ¿Para liderar el crecimiento económico en España o para recuperar poder de decisión? ¿Cómo nuestra comunidad puede volver a ser querida y a tener un papel relevante en España si en materia de financiación autonómica queremos comer separados? ¿Cómo podemos levantar la bandera del plurilingüismo en España sin el reconocimiento desacomplejado de la realidad bilingüe catalana y de la ventaja económica del castellano?

Ahora que Madrid DF, como explica en un libro interesantísimo el economista Fernando Caballero, compite ya con Miami y no con Barcelona, ¿estamos todavía a tiempo de ser el puente con Asia? ¿Qué papel queremos jugar en Europa, con quién competimos? ¿Queremos/podemos recuperar la aspiración de liderar algo en el mediterráneo? ¿Cómo vamos a situar la industria en el 25% del PIB desde el menguante 18% actual cuando los dos factores de mayor crecimiento intensivo son el turismo y el sector inmobiliario?

Cataluña ha vuelto, como quien se despierta finalmente tras haber vivido en un estado comatoso, y eso merece sin duda una celebración. Lo siguiente es determinar con precisión y objetivos claros para qué vuelve Cataluña.