Es común afirmar que vivimos en la sociedad, aparentemente, “más desacralizada” de la historia (en lo que a Occidente se refiere), pero, paradójicamente, y al mismo tiempo, más radicalmente moralizada.

El miedo a la cancelación, los juicios paralelos (medios de comunicación mediante) y la exigencia, inmisericorde, de corrección pública nos conducen a la sociedad infantilizada y a los sucedáneos de Bambi.

Si bien la magia cada vez se arrincona más en los decrépitos, y ya escasamente exitosos, espectáculos circenses, al lenguaje cada vez se le reconoce un mayor valor performativo, siervo de lo irracional, o en propiedad, de lo interesado de quien lo propone.

Desde tiempos del derecho romano se ha distinguido (obviando cuestiones como la ciudadanía romana y la esclavitud) entre capacidad jurídica (o poder de titularidad), es decir, la posibilidad de ser titular de derechos y obligaciones, y capacidad de obrar (o de ejercicio), es decir, la posibilidad de realizar actos jurídicos con efectos vinculantes.

Si bien la capacidad jurídica tiene como presupuesto la existencia de la persona (su nacimiento o, incluso, su concepción, en el caso del nasciturus o “concebido, pero no nacido”), la capacidad de obrar ha tenido como presupuesto la inteligencia y la voluntad, es decir, la capacidad de entender y querer (“magnitud” médica que no es de fácil ponderación).

Tradicionalmente, la capacidad de obrar sólo podía quedar limitada por la edad, la prodigalidad (institución hoy desaparecida en nuestra normativa, por más que los derrochadores incontrolables sean consustanciales a nuestra especie) y por la incapacitación judicial.

La Ley estatal 8/2021, de 2 de junio, de reforma de la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica, incorporó a nuestra normativa los postulados de la Convención de Nueva York de 13 de diciembre de 2006, que vino a erradicar la distinción entre capacidad jurídica y capacidad de obrar, sustituyendo la nomenclatura, al erradicar la incapacitación judicial y el concepto de capacidad de obrar, por la de personas con discapacidad que deben poder ejercitar su capacidad jurídica en condiciones de igualdad.

Más allá de la larga y engorrosa (a la vez que, por momentos, caótica) regulación resultante (tan mejorable coma toda la técnica legislativa reciente en comparación con la, cuasi poética, técnica de inicios del siglo XX-finales del XIX), la clave es, en palabras del Tribunal Supremo, la sustitución de una regulación con medidas de “traje único” por otra que fomente el “traje a medida” con todo un surtido de medidas de apoyo que, en todo momento, hagan prevalecer la voluntad de la persona en situación de precisarlas.

La confusión en el lenguaje (no digamos ya con el hecho de que en el Código Civil de Cataluña aún no se hayan coordinado las diferentes figuras con estos postulados, al menos plenamente) hace que, como comprobamos los operadores jurídicos (en particular los notarios), los destinatarios de tales medidas (y sus familias) tengan un menor control de qué opción pueden tomar, dada la complejidad y disparidad de las instituciones, estando más necesitadas, aún, de asesoramiento.

El problema de la magia de las palabras, también en Derecho (y, ante todo, por la contaminación de la política actual) es que choca con la realidad de la ciencia. Las palabras no consiguen imitar la leyenda bíblica de Lázaro, por más que se intente.

Más allá de los miedos provocados por el llamado “darwinismo social”, la “naturalización de las normas”, es decir, aunar las normas jurídicas a unos cimientos científicos es uno de los más firmes propósitos de la neurociencia aplicada al Derecho, cuestión que se predica, muy especialmente, en relación con la capacidad para actuar.

Dejando a un lado, por diversidad y complejidad, el tema de las personas con diversidad funcional, podemos hablar de la minoría de edad y del llamado “empoderamiento de la juventud”, también en la vida jurídica y política.

Un apreciado profesor de filosofía del Derecho, Jorge Malem, me acuerdo que una vez afirmó, con vehemencia, que en el mundo del Derecho no existían los adolescentes, sino los hombres y los niños. La tendencia, acentuada aún más en los últimos años, es la de crear franjas de edad con diferentes posibilidades de actuación, asemejando (obviando la figura de la emancipación de los menores de edad) cada vez más al menor de 18 años al mayor.

La neurociencia, a través de pruebas como la mielinización (en palabras llanas, la consolidación de las transmisiones entre neuronas), nos informa de que la conectividad en el córtex cerebral depende de la edad y que no llega a un punto álgido sino hasta la treintena/cuarentena de edad (coincidiendo con la madurez plasmada en lo social).

A ello, como expone magistralmente Rafael Yuste (esperemos que, en muy breve lapso de tiempo, nuestro próximo Nobel) en su magistral ensayo El cerebro, el teatro del mundo, debe unírsele que la corteza prefrontal es la parte del cerebro que más tardíamente se desarrolla y es, además, la “responsable” (simplificando mucho) de nuestra toma de decisiones.

Fomentar que los menores de 18 años puedan votar (como ha sostenido algún partido político) sólo puede defenderse por quienes quieren auparse en quienes aún votan más con el corazón que con la cabeza, por ejemplo.

Al mismo tiempo, y obviando la evidente distorsión biológico-social en lo que se refiere a los tiempos de nuestra reproducción en la sociedad occidental, lo que las normas jurídicas (politizadas) parecen brindar gratuitamente en un mundo vecino a Narnia, no se tiene en plena consideración en los planes de estudio, donde parece obviarse que la educación puede exprimirse más en la infancia y primera adolescencia (no se hablará aquí de la “tardoadolescencia” de los cuarentones).

Como la neurociencia demuestra, las redes neuronales son más proclives al aprendizaje en esos años, y es precisamente, desde muy pequeños, cuando debe incentivarse el aprendizaje de idiomas, y no mucho después, la formación en cultura general y matemáticas desde la motivación.

Se mire por donde se mire, necesitamos menos bronca, no argumentada, y más ciencia (comenzando por la televisión pública). Mayor inversión en investigación médica y menos palabras vagas. La presunta magia de un lenguaje pseudojurídico (y muy político) que busca argumentos moralistas con escasa ciencia no debiere ser la tendencia en estos nuevos tiempos donde, más allá de la informática y la inteligencia artificial (esta en clara relación con la neurociencia), la verdadera revolución será la que nos brinde la biología.