Los viejos del lugar recordaremos que una de las medidas estrella del segundo tripartito, bajo la presidencia de José Montilla, fue la implantación a partir de 2006 de la sexta hora en la etapa primaria como una forma de equiparar la escuela pública con la privada y la concertada, donde los alumnos reciben 175 horas más de clase al año.

Se calcula que al final de la etapa es como si hubieran hecho otro curso. Es evidente la desigualdad que eso supone y, sin duda, tiene consecuencias en un menor rendimiento académico, que perjudica sobre todo a los alumnos de entornos sociales más humildes.

Aquella medida fue muy aplaudida por las familias ya que facilitaba la conciliación, particularmente de las mujeres que muchas veces tienen que reducir su jornada laboral para poder cuidar a los menores. Sin embargo, a los sindicatos la iniciativa no les gustó y en los siguientes años, pese al notable incremento de recursos económicos y de personal, no pararon de organizar huelgas contra un Govern claramente comprometido a favor de la escuela pública. Los argumentos eran peregrinos y victimistas, arguyendo dificultades organizativas, exceso de carga lectiva, falta de personal, etcétera, pero funcionaron.

Por desgracia, la equiparación con la privada y la concertada no duró mucho ya que uno de los primeros recortes de la etapa como consellera de Irene Rigau, tras la llegada de Artur Mas a la presidencia de la Generalitat, fue la supresión de la sexta hora con el aplauso de los sindicatos.

La alternativa de los representantes del profesorado, principalmente de la USTEC, fue que se prohibiera esa hora de más de forma general en toda la red educativa, también en la de pago. O sea, proponían, la peor receta posible, igualar por abajo, aun sabiendo que eso no va a suceder. El resultado fue que se aceleró la deserción de la escuela pública por parte de muchas familias de clases medias que preferían pagar una hora más.

Una de las ventajas de la sexta hora era que obligaba a retomar la jornada partida, un debate que ahora mismo se ha convertido no solo en Cataluña, sino en toda España en el gran caballo de batalla si queremos empezar a mejorar el rendimiento académico, particularmente bajo entre los alumnos más desfavorecidos.

La cuestión de la jornada afecta tanto a la primaria como a la secundaria, y tiene derivadas biológicas, psicológicas y nutricionales que no pueden despreciarse. Los alumnos duermen menos, van más cansados, tienen que hacer más deberes en casa, pasan más tiempo solos o frente a las pantallas, y los de familias con menos recursos comen peor, ya que se les priva del comedor escolar, que representa una garantía de igualdad.

Hay decenas de datos y estudios en todo el mundo que coinciden en señalar los beneficios de la jornada partida, que es mayoritaria en Europa y que ha regresado en aquellos países, como Alemania, donde años atrás se compactó, pero que se han dado cuenta de que solo beneficia al profesorado. Desde la OCDE se ha instado a las autoridades españolas a retomar la escuela a tiempo completo, ya que “ayuda a mejorar el rendimiento académico de los alumnos, reduce desigualdades y puede disminuir la tasa de abandono escolar temprano”.

En Cataluña, primero durante los años del procés, cuando la Administración autonómica implicó a los maestros en su plan separatista, y después a causa de la pandemia, la jornada intensiva se ha generalizado, contraviniendo la propia normativa de la Generalitat que señala que en la ESO no puede haber más de tres tardes festivas. No obstante, bajo el Govern de Pere Aragonès, se empezó a cuestionar la conveniencia de la jornada intensiva, lo que molestó mucho a la USTEC, y seguro que explica parte de la pérdida de apoyo electoral hacia ERC entre los profesores. 

La consellera Anna Simó encargó la primavera pasada un informe sobre sus repercusiones con el objetivo presumiblemente de preparar el terreno. Es de suponer que el Institut Català d’Avaluació de Polítiques Públiques no tardará mucho en ofrecer sus resultados, del que no se esperan demasiadas sorpresas, ya que las evidencias son palpables. Todo el mundo sabe lo que habría que hacer: decretar la obligatoriedad de la jornada partida. 

Ahora bien, el problema son los sindicatos y su cerrazón contra la sexta hora y su defensa a ultranza de la jornada intensiva, que en la práctica viene a ser lo mismo. En el pacto de investidura de Salvador Illa entre PSC y los Comunes se apunta a la implementación progresiva de la sexta hora, pero se matiza que ha de hacerse “con acuerdo social”. Ningún Govern quiere enfrentarse a una cascada de huelgas. Me temo que, si esperamos a que llegue ese acuerdo, el secuestro de la escuela pública va a seguir perpetuándose en contra de la igualdad de oportunidades y el rendimiento académico.