A tenor del concurrido acto celebrado en Olesa de Montserrat, en el mítico teatro La Passió, parece que Oriol Junqueras es claro favorito para volver a presidir ERC.
El ambiente, relatan las crónicas periodísticas, era de euforia contenida, pues las 1.300 personas allí reunidas creían tener no solo asegurada la victoria en el congreso de noviembre, con el 60% de los alcaldes republicanos apoyando su candidatura, sino la seguridad de que el partido con Junqueras de nuevo al frente renacerá para gobernar Cataluña, como refleja el eslogan del colectivo “¡Tornem-hi!” (¡Volvamos!).
No tiene nada de sorprendente que la militancia de un colectivo se rinda ante un ególatra que les promete el cielo en la tierra. Ese fue el caso de la formación republicana en 2011 cuando, tras la mala experiencia del tripartito y la consiguiente debacle electoral, la dirección presidida por Joan Puigcercós dimitió en bloque y Junqueras se hizo con las riendas junto a Marta Rovira, a la que hoy, sin embargo, en el marco de la encarnizada lucha interna que se libra, acusa de traicionar los principios de la formación. Nada que no hayamos visto en otros partidos.
Lo realmente llamativo es que esos mismos afiliados y cuadros le compren a Junqueras la versión autoexculpatoria sobre su responsabilidad al frente de ERC, según la cual no solo sus compañeros de ejecutiva le hicieron la cama cuando estaba en prisión, sino que una vez en libertad, el núcleo directivo que antes tomaba decisiones, entre los que señala a Sergi Sabrià, Josep Maria Jové y Marta Vilalta, le siguió escondiendo información.
La realidad es que Junqueras continuó desde la prisión ejerciendo de presidente efectivo de ERC, aunque delegara algunas decisiones, y que una vez fue trasladado al Centro Penitenciario de Lledoners, en la provincia de Barcelona, su control sobre la maquinaria del partido volvió a ser casi total.
En el fondo, el modus operandi de Junqueras como president de la formación republicana ha sido el mismo que cuando fue vicepresidente de la Generalitat entre 2016 y 2017, particularmente en el otoño del procés. Nunca quiso hacerse responsable de ninguna gran decisión. En los momentos clave prefirió callarse o ausentarse. En privado decía una cosa, y en público afirmaba la contraria y sobre todo escurría su responsabilidad a la espera de que los otros se equivocaran.
En las memorias tanto de Santi Vila como de Clara Ponsatí o del mismo Carles Puigdemont, todos coinciden en una cosa: en dejar al líder de ERC a la altura del betún. Pero quien hizo una descalificación más contundente no fue nadie de su partido, ni ningún rival político, sino el exlendakari Íñigo Urkullu cuando testificó en el juicio del procés ante el Tribunal Supremo. Dijo que Junqueras encarnaba “lo peor de la política” por su doblez tras el 1 de octubre.
Pues bien, como presidente de ERC no ha querido asumir ninguna culpa por el descalabro en las urnas en el último ciclo electoral. Fue Junqueras quien designó a Pere Aragonès como candidato a presidir la Generalitat, y no porque fuera el más carismático, sino el más leal a su persona, de quien sin embargo empezó pronto a censurarle los nombramientos de consejeros y muchas de las decisiones que fue tomando, aun consultándoselas antes.
El escándalo de los carteles contra los hermanos Maragall ha aflorado la existencia de una estructura paralela de contracampañas, de la que Junqueras ha sabido distanciarse con habilidad y contundencia, asegurando que se organizó cuando estaba en la cárcel y culpando de todo ello al sector rovirista, el que hoy levanta la bandera de la renovación.
Recordemos que, tras el batacazo de mayo pasado, no quería dimitir, pues centraba toda la responsabilidad en Aragonès, hasta que se percató de que lo más inteligente era abandonar el cargo unos meses antes del congreso para no tener así que poner precio a la investidura del socialista Salvador Illa, traspasando toda la responsabilidad al equipo de Rovira, para poder después distanciarse de lo acordado e incluso pretender ahora encarnar la renovación y la integridad ética.
A Junqueras muchas veces se le ha descrito como vaticanista, un tipo curil, a los que gusta tirar la piedra y esconder la mano. Sin duda también sabe, como demostró en su encendida intervención en Olesa de Montserrat, hacer sangre con sus rivales de partido y no tener ningún complejo en reivindicarse, aunque no haya hecho otra cosa desde 2011 que engañar a los suyos. El personaje nunca defrauda.
Ahora, frente a los que por razones higiénicas y democráticas consideran imprescindible un cambio de liderazgos al frente de ERC, esgrime que le han hecho la cama. ¿Alguien se lo cree?