Pocos días después de que Pedro Sánchez afirmase en el Comité Federal del PSOE su voluntad de “avanzar con determinación” en su agenda política “con o sin concurso” del poder legislativo, y coincidiendo con las detalladas informaciones desveladas por El Confidencial sobre la existencia de una campaña orquestada desde Moncloa para desacreditar a periodistas y miembros del Poder Judicial considerados críticos (mediando promesas de apoyo a imputados y procesados), los ministros de Justicia y Cultura han presentado en rueda de prensa unas líneas muy generales del tantas veces mentado plan de acción por la democracia.

Un plan, conviene no olvidarlo, que se convirtió en prioridad del Gobierno cuando diversos medios denunciaron prácticas más que cuestionables de la mujer del presidente, codirectora de una cátedra extraordinaria para la Transformación Social Competitiva en la Universidad Complutense, pese a que, al no disponer de título universitario, Begoña Gómez no podría ser alumna de ninguno de los dos másteres propios que codirige en el marco de esta cátedra.

El plan de acción por la democracia consta de tres ejes: uno orientado a ampliar y mejorar la calidad de la información gubernamental; otro que busca fortalecer la transparencia, pluralidad y responsabilidad de nuestro ecosistema informativo; y un tercero que persigue reforzar la transparencia del poder legislativo y del sistema electoral. Se trata de un plan muy ambicioso, con una treintena de medidas que se implementarían a lo largo de los próximos tres años.

Sorprende, de entrada, la gran cantidad de medidas que afectan de forma más o menos directa a los medios, y que no se plantee ninguna iniciativa orientada a combatir la sonrojante colonización política de instituciones clave de nuestra democracia como el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), sobre todo teniendo en cuenta las continuas advertencias de organismos internacionales en aras de garantizar su independencia.

En esta línea, el Informe sobre el Estado de derecho 2024, que acaba de publicar la Fundación Hay Derecho, reclama el “establecimiento de un sistema objetivo, transparente y meritocrático para los nombramientos de la cúpula de las carreras judicial y fiscal” (recordemos que el CGPJ nombra, por ejemplo, a los magistrados del Tribunal Supremo), así como la “revisión del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal para reforzar la autonomía del fiscal general del Estado con respecto al Gobierno”. Ni rastro de estas cuestiones en el plan.

Centrándonos en las propuestas relativas a los medios, se anuncian medidas derivadas de normativas europeas, fundamentalmente del Reglamento Europeo sobre la Libertad de Medios de Comunicación, con las que es difícil estar en desacuerdo y que el Gobierno podría haber implementado perfectamente en los años que lleva en Moncloa, en ocasiones sin necesidad de ninguna acción legislativa. Es el caso de la transparencia relativa a la transferencia de fondos públicos a medios privados en concepto de publicidad institucional, que se presenta como una medida estrella (contra los denominados pseudomedios) y que los Ejecutivos de Sánchez no han favorecido ni siquiera cuando se les ha formulado alguna pregunta sobre esta materia en sede parlamentaria o a través del propio Portal de Transparencia.

A la vez, el Gobierno podría haber aprovechado la elaboración de proyectos de ley tan relevantes como el relativo a la Ley 13/2022, General de Comunicación Audiovisual, para emprender reformas como las que afectan a la normativa sobre concentración o a la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, que ahora se anuncian y que, según cómo se planteen, podrían ser un acierto.

También podría el Ejecutivo haber protegido a los profesionales de la información de demandas abusivas (ahora se anuncia la “transposición de la Directiva anti SLAPP”), como le recordaba en la red social X Ignacio Cembrero, que sufrió cuatro en tribunales españoles por parte del Reino de Marruecos “y sus terminales”.

Incluso podría haber ido más allá del contenido del plan, organizando, como le sugería Carlos Alsina en su monólogo de las mañanas, ruedas de prensa del presidente cada mes, dirigidas por organizaciones profesionales, en las que se respondiese a todas las preguntas planteadas por los periodistas acreditados; concediendo entrevistas a todos los medios (no solo a los afines); o difundiendo las comunicaciones de Moncloa con los periodistas (de las que ha ofrecido un testimonio inquietante David Alandete, uno de los profesionales que perdieron su puesto en El País tras la moción de censura que aupó a Pedro Sánchez).

En todo caso, el plan apenas enuncia el alud de cuestiones que quiere abordar (se pretende crear un registro de medios, aunque ni siquiera se define el concepto) y, cuando entra en algún detalle, se advierten propuestas tan descabelladas como establecer, al reformar la ley reguladora de la publicidad institucional, “medidas de apoyo para aquellos medios de comunicación que estén íntegramente en lenguas oficiales diferentes del castellano”. Semejante iniciativa solo puede entenderse como un guiño (introducido atropelladamente) a los socios nacionalistas por cuanto implica no entender en absoluto cuáles son los objetivos y el procedimiento de contratación de la publicidad institucional. ¿O se va a pagar una suma más elevada a la prensa escrita en catalán cuando se inserte un anuncio que busca concienciar a todos los catalanes sobre el respeto al medio ambiente?

También sorprende la ausencia de previsiones en el plan para favorecer la independencia de los medios públicos, sobre todo teniendo en cuenta el contenido del artículo 5 del mencionado Reglamento Europeo que, entre otras cosas, apunta que “el responsable de la gestión y los miembros del consejo de administración de los prestadores del servicio público de medios de comunicación serán nombrados siguiendo procedimientos transparentes, abiertos, efectivos y no discriminatorios y criterios transparentes, objetivos, no discriminatorios y proporcionados, establecidos de antemano a nivel nacional”.

Tal vez el Gobierno considera que reventar el concurso público convocado en 2018 para nombrar a los miembros del consejo de administración de RTVE, pactando con PP, PNV y Unidas Podemos el reparto de sillas (y anunciándolo públicamente antes de que concluyesen las comparecencias parlamentarias de los candidatos) es una excelente praxis en pro de la independencia de los medios públicos. Lo mismo que designar al que fuera secretario de Estado de Comunicación, Miguel Ángel Oliver, como presidente de una Agencia Efe que no cuenta (contraviniendo el mandato constitucional) con una ley que regule su organización y funcionamiento.

En definitiva, un plan contradictorio con las actuaciones del propio Gobierno que lo impulsa, del que apenas se anuncian los temas que pretende abordar, que deja de lado cuestiones clave (no solo en materia de medios) y que, para colmo, requeriría (además del acuerdo con las comunidades autónomas en algunas materias centrales como la publicidad institucional) de la mayoría absoluta del Congreso para aprobar o reformar una serie de leyes orgánicas nucleares en nuestro sistema de libertades como las relativas al secreto profesional, secretos oficiales, derecho al honor o derecho de rectificación. Un plan que seguramente se quedará en nada (nada es ahora mismo), porque todo apunta a que solo busca correr una cortina de humo sobre los serios problemas que acucian al presidente.