He seguido con la habitual inquietud el proceso de cambio de Gobierno en Cataluña. Digo cambio de Gobierno y no cambio político porque no tengo nada claro que este último se vaya a producir. Allí donde la razón no opera (a la última astracanada de Puigdemont, en evidente connivencia con republicanos y socialistas, me remito) es arriesgado hacer vaticinios.
Sí concluyo que las negociaciones para conformar Gobierno (y la propia investidura de Salvador Illa) evidencian de forma palmaria lo que para mí son los dos errores más funestos de las políticas socialistas durante el sanchismo: el recurso increíblemente descarado a la mentira (enmascarada con ese eufemismo del “cambio de opinión”) como forma de hacer política; y la asunción/legitimación del relato nacionalista, algo, esto último, que los socialistas catalanes han hecho siempre, aunque sin llegar a este grado de identificación y disimulándolo muy bien, eso sí, al hacer campaña, especialmente en el denominado cinturón rojo.
Sobre la mentira como forma de hacer política, ciñéndome a algunas cuestiones nucleares, el propio Sánchez nos aseguró que “en cualquier tipo de combinación que esté Bildu, el Partido Socialista no estará”; nos dijo que, si pactase con Podemos, “sería un presidente del Gobierno que no dormiría por la noche”; afirmó, con contundencia y en la tribuna del Congreso, que no iba a permitir “que la gobernabilidad de España descanse en partidos independentistas”; respondió en una entrevista a Risto Mejide que no tenía absolutamente ningún sentido que un político indulte a otro y que él sentía vergüenza de esas prácticas, que había que acabar con los indultos políticos; calificó, en Espejo Público, como delito de rebelión lo sucedido en Cataluña en las sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre de 2017; aseveró (al igual que muchos otros líderes socialistas, Illa incluido) que la amnistía es inconstitucional… Y, en línea con este alud de compromisos, manifiestamente incumplidos, el sonado “cambio de opinión” de la ministra de Hacienda y vicepresidenta primera del Gobierno, María Jesús Montero, en torno al concierto catalán, clave para el apoyo de ERC a la investidura. Un concierto que en absoluto se recogía en el programa electoral con el que los socialistas catalanes concurrieron a los últimos comicios autonómicos.
Sobre la asunción del relato nacionalista, yo misma subrayaba el pasado otoño varios aspectos de los acuerdos de investidura suscritos por el PSOE con Junts y ERC que la corroboran. En particular, la aceptación de que la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut constituye el detonante del procés, un dislate previsto en los acuerdos con las dos grandes fuerzas secesionistas para así garantizar la continuidad de Sánchez en Moncloa; y el reconocimiento, también delirante, previsto este en el acuerdo con los republicanos, de la existencia de un conflicto entre “una legitimidad institucional y constitucional” y “una legitimidad parlamentaria y popular”, entre “el principio de legalidad” y el “principio democrático”.
El acuerdo ahora suscrito por el PSC con ERC recoge estas mismas tesis, absolutamente disparatadas para cualquiera que entienda que, en un Estado de derecho, los estatutos de autonomía de cualquier región no pueden contravenir las previsiones constitucionales, del mismo modo que no es concebible un orden democrático digno de tal nombre sin que rija el imperio de la ley.
Este nuevo pacto se articula sobre la base de la constatación, por parte de socialistas y republicanos, de la existencia de “un conflicto político entre el Estado español y Cataluña” (¡como si Cataluña no formase parte del Estado español!), que “tiene profundas raíces históricas y se puede sintetizar en las dificultades de encontrar un reconocimiento nacional satisfactorio para la ciudadanía de Cataluña en la estructura institucional y el ordenamiento legislativo del Estado”. ¡Como si la ciudadanía de Cataluña fuese un todo uniforme! El documento apunta que “la respuesta judicial al conflicto político –alejada del diálogo y la negociación– únicamente ha contribuido a agravar la tensión institucional y social”. ¡Como si lo normal ante un golpe a la democracia, como el perpetrado en otoño de 2017, fuese abrir un proceso de diálogo con los insurrectos!
Así las cosas, PSC y ERC se comprometen a impulsar una Convención Nacional (es decir, catalana), presidida por los republicanos, para la resolución del “conflicto político”. Porque ya se sabe que España es un Estado plurinacional, pero Cataluña es una nación. Y eso no se discute. ¡No vaya a ser que a alguien se le ocurra abanderar la idea de que los sentimientos nacionales diversos operan en todas partes, comunidades autónomas incluidas!
Otros aspectos cruciales del acuerdo, en términos de asunción del relato nacionalista, son, desde luego, los relativos a la lengua. Se presenta el catalán como la lengua propia de Cataluña (se ve que el español nos resulta algo completamente ajeno, por más que nos empeñemos en hablarlo), “como lengua común y de progreso del conjunto de la sociedad catalana” (de todos es sabido que no se puede progresar en español), y como lengua de cohesión social (¡no vaya a ser que los catalanes nos entendamos en una lengua que nos una al resto de conciudadanos españoles!). Y se subraya, ¡cómo no!, el mantra de la inmersión: el monolingüismo en la escuela (actividades extraescolares incluidas) es la fórmula para garantizar la competencia plena en catalán y en español. Así. Sin rubor.
Decía al principio que no tengo nada claro que se vaya a producir un cambio de políticas en Cataluña. Desde luego en materia lingüística parece improbable, sobre todo si tenemos en cuenta que el nuevo consejero que se ocupará de estos menesteres, el independentista Francesc Xavier Vila, ha afirmado que ha aceptado el cargo porque la propuesta es idéntica a la que le hizo en la pasada legislatura Pere Aragonès para que se ocupase de la Secretaría de Política Lingüística.
De hecho, ateniéndonos a la literalidad del pacto que comentamos, las cosas podrían incluso empeorar, y no poco, si se hace efectivo un concierto económico que, como bien explicaba recientemente Martín Seco, recuerda una concepción de la Hacienda Pública propia del Antiguo Régimen cuando los contribuyentes eran los territorios y “los conceptos de igualdad y ciudadanía estaban ausentes de la realidad política”.
Que en un contexto de tantos desatinos acumulados, una fuerza que se dice progresista se avenga a un acuerdo con un partido de raigambre tan rabiosamente nacionalista para, en evidente contradicción con compromisos electorales asumidos, condicionar los hábitos lingüísticos de los ciudadanos (con el claro objetivo de arrinconar la lengua común) y poner en jaque el sistema de financiación de los servicios públicos (y la persecución del fraude) en todo el Estado, es algo que PSOE y PSC deberían pagar muy caro. El problema son los destrozos que uno y otro están causando en su camino hacia ninguna parte.