Tras la vergonzosa patochada protagonizada en Barcelona el pasado jueves, 8 de agosto, por el espantapájaros de Waterloo, venía yo sable en mano, cual duque de Wellington, dispuesto a aplicarle un correctivo histórico, a base de sarcasmo, pólvora y bolaños, y mandarlo, debidamente amnistiado –sin esos “subterfugios” tras los que se escudan los jueces, según apunta Salvador Illa– a criar malvas a la isla de Santa Elena; pero guerrear contra fantoches a casi cuarenta grados –¡maldito ferragosto!- es una heroicidad fuera de mi alcance.
Me parece más adecuado brindar por el aire de renovación y optimismo que dicen supondrá, tras 14 años de yugo nacionalista, el que Salvador Illa i Roca haya sido investido president de la Generalitat de Cataluña tras semanas de incertidumbre.
Durante su discurso de ese día en el Parlament, y también en la posterior toma de posesión del cargo y presentación de las consejerías que conformarán el Govern que ya preside, Illa hizo hincapié en algunas de las líneas maestras que presidirán su mandato: la reconciliación entre catalanes –”quiero expresar mi voluntad y la de mi grupo político de trabajar para el restablecimiento de la totalidad de los derechos políticos de todos los ciudadanos catalanes”-; la buena sintonía y colaboración con el Gobierno central y con la UE –“tenemos la oportunidad estratégica de alinear la Generalitat con el Gobierno del Estado y la Unión Europea en un momento de alza de los recursos públicos”- y el reconocimiento a la pluralidad social que ha levantado y conforma nuestro país –"esta tierra se ha levantado con la aportación de personas de fuera de Cataluña; gallegos, andaluces o extremeños…, Cataluña no puede perder el tiempo, Cataluña debe contar con todo el mundo”.
Salvador Illa recalca, además, estar en total desacuerdo con “muchas de las cosas que han hecho los gobiernos estos años; pero vengo a construir, no a desmontar. Y aprovecharé todo lo que pueda de los gobiernos precedentes”. Y en ese comentario, y en otros matices y detalles que trufan su discurso, es cuando surgen las dudas… ¿Qué hay de aprovechable, notable y valioso en las cuatro presidencias anteriores, con Artur Mas, Carles Puigdemont, Quim Torra y Pere Aragonès al timón? Desde mi punto de vista, muy poco o nada.
Cataluña ha perdido con esos déspotas sembradores de inquina una década de prosperidad y paz social; ¿por qué cuando Illa habla de restablecer los derechos políticos de todos los catalanes se refiere, de forma exclusiva y reiterada, a la amnistía –que reclama se haga efectiva de inmediato, sin subterfugios judiciales, para complacer al nacionalismo–, pero obvia el cumplimiento de las sentencias referidas a la aplicación de ese 25% de horas lectivas que amparan los derechos de más de la mitad de catalanes a que sus hijos sean educados en español?
Illa asegura querer gobernar para todos los catalanes, unir a todos los catalanes, no excluir a ningún catalán. Y con su apariencia tranquila, su imagen de hombre reflexivo y moderado, aburridamente monacal, y ese hablar pausado, monocorde, que duerme hasta las moscas, uno casi está por creer que así será, y que a partir de ahora no habrá sobresaltos, que todo será paz, prosperidad económica, Constitución, ley y germanor, mucha germanor, pero entonces… ¿Por qué insiste una y otra vez en términos y conceptos como “nació catalana” como parte de un “espacio público compartido” llamado España? ¿Por qué defiende a ultranza el blindaje de la lengua y las embajadas? ¿Por qué aboga por el galimatías de una “confederación federalizada asimétrica, liofilizada y equidistante, de los pueblos y naciones (de necios) de España”? ¿Por qué hace suyo e incluye en su programa de gobierno el grueso del programa de ERC? ¿Por qué entrega consejerías a políticos adscritos a Convergencia/Junts y a ERC, algunos de ellos auténticos talibanes? Y, finalmente, ¿por qué saca de cuadro y retira, en el momento más importante de su vida política, la bandera de España en todos sus discursos y comparecencias?
Un muy jugoso e insuperable titular del 12 de agosto en El País –periódico por encima del bien y del mal, exento de cualquier lodo y duda– vino a contestar a todos esos interrogantes que he amontonado, y a muchos más. Rezaba así: “Illa abre su Gobierno al soberanismo moderado para ganar el centro político”. Pues permítanme que yo suscriba la fenomenal respuesta que dio Cayetana Álvarez de Toledo a ese titular en la red fachosférica de Elon Musk: “Ahí sigue, intacta, la falacia fundacional del Proceso: el soberanismo moderado (sic) define el centro político. Ni “soberanismo moderado”: un oxímoron. Ni “centro político”: centro y separatismo son incompatibles. Ni “final del proceso”: su continuidad por vías socialistas. Ni “nueva etapa”: la misma gelatina nacionalista que nos ha traído hasta aquí”.
Ignoro cuánto bien aportará Salvador Illa –el presidente 133 de esta nuestra nación milenaria– a la convivencia entre catalanes, y con qué presteza, tino y éxito sabrá revertir, si es que se lo permiten los muchos intereses sobre el tablero, el estrapalucio perpetrado por cuatro presidentes a los que deberíamos echar al olvido sin contemplaciones. Fácil no lo va a tener en absoluto. El PSC que preside, y el Partido Sanchista Obrero Español, al que sirve fielmente, con el maquiavélico Pedro Sánchez al frente, son rehenes del nacionalismo catalán en la misma medida en que los nacionalistas dependen en su actual debacle de los socialistas. De algún modo, sus destinos están, a estas alturas de partido, encadenados. Se necesitan los unos a los otros.
Ese “sí vigilante” al que se avino ERC –así lo definió Marta Rovira– a la hora de apoyar la investidura de Illa, va a suponer para el socialista todo un vía crucis, un Gólgota que deberá recorrer en los cuatro próximos años. Tendrá que aprender a nadar y a guardar la ropa. Incluso habituarse a mentir o a cambiar de opinión con soltura y gracejo. Referentes no le faltarán. Los republicanos, no lo olvidemos, han apoyado solo una investidura, no la totalidad de una legislatura. Examinarán con lupa todo cuanto haga y diga y no le pasarán ni una. Illa está en la misma situación que Miriam Nogueras de Junts le recuerda a Pedro Sánchez cada vez que desde Waterloo deciden tumbarle una proposición de ley o un presupuesto para joderle la vida y el ego un poquito más.
No sé si con Salvador Illa nos irá mejor o peor a los catalanes. Mucho peor de lo ya vivido, seamos justos, sería casi imposible; y lo de algo mejor, aún está por ver. Lo que toca ahora mismo es concederle, como recuerda en su última columna Gerard Mateo, los preceptivos 100 días de gracia que todo nuevo Gobierno merece. Y al amanecer del día 101, de ser más de lo mismo, pero con piel de cordero, a saco, Paco y sin piedad.