Un milagro no equivale a una obra, escribió Georges Duhamel, ilustre médico y poeta, héroe olvidado de la resistencia francesa. Conviene no olvidarlo ahora que muchos presentan al Molt Honorable Salvador Illa, nuevo presidente de la Generalitat, como el mesías de una normalidad que –de momento– no se adivina por ningún sitio. Es necesario pues insistir, dado que la actividad política se reduce ya únicamente a la propaganda, despreciando las tareas de gestión y, por tanto, los efectos que sus decisiones causan sobre la gente, que ninguno de los españoles (incluyendo todos los que viven en Cataluña) ha votado en ningún momento, ni por acción ni tampoco por omisión, ni siquiera por descuido, la entronización de la España plurinacional con la que nuestra adorable izquierda idiota –aquella que sacrifica los ideales republicanos por puro interés personal– anuncia, con una insistencia que denota su debilidad parlamentaria (en Madrid y en Barcelona), que el famoso procés es historia y las convulsas aguas políticas (en un país con sequía) vuelven a su cauce. ¡Qué más quisiéramos!

La verdad es que el viejo río continúa arrastrando mucho barro, aunque, como profetizó Heráclito, no sea exactamente el mismo fango de ayer. En la política indígena las cosas no son como parece: los finales pueden ser principios, la moral tiene la extraña costumbre de convertirse en catequesis y las ideas mudan, casi sin esfuerzo, en los argumentarios infantiles. El poder no entiende de matices: a un político lo único que importa es tener mando en plaza. Se trata de una patología ecuménica.

Da igual si quienes la padecen se nos presentan como liberales a la gaditana (se dice de aquellos que postulan en público la libertad de empresa, pero no dejan de poner la mano para hacer negocios con el dinero de todos) o bajo el disfraz de activistas de la gauche caviar, esa tropa capaz de negar a su madre –la democracia– con tal de no perder sus privilegios. Aquellos que estos días celebran, con la ingenuidad de la fábula del Rey desnudo, la entronización de Illa como presidente de la Generalitat deberían –por su propio interés– tomarse urgentemente la medicación. Los tiempos pueden parecerles prometedores, brillantes y nuevos, pero los augurios son los mismos de siempre. Y todos ellos anuncian otra oleada de esa calamidad antigua que es el nacionalismo tribal.

Los presagios van convirtiéndose en realidad, al margen de lo que propagan los predicadores sincronizados. De entrada, el cabeza de lista del PSC ha asumido la ensoñación ordinal de los independentistas al dejarse presentar como el 133º presidente de la Generalitat, en lugar de lo que es: el noveno. El hábito no hace siempre al monje, pero, sin duda, lo contribuye.

No debe extrañar que el Gobierno del PSC –en minoría– haya sido diseñado como un acto de agradecimiento (también de sumisión, aunque el grado lo iremos viendo a medida que se sucedan los acontecimientos) a quienes le han investido y son sus socios parlamentarios: ERC y los Comunes. Illa se ha estrenado con una declaración categórica, sin matices, en favor del monolingüismo en catalán –ignorando al español como la otra lengua propia de Cataluña–, asumiendo así el sustrato del peor pujolismo: el idioma convertido en “la columna vertebral de la nación catalana”, lo que excluye a los hablantes en castellano de esa comunidad (imaginaria en términos constitucionales) e invalida su promesa de “gobernar para todos”. 

No es la primera mudanza del presidente del PSC, que antes cambió de posición en lo que se refiere a la amnistía –de entrada, no; de salida, por supuesto– y a la presencia institucional de los símbolos constitucionales, como se ha evidenciando al tomar posesión únicamente con la bandera catalana y escondiendo (igual que su antecesor) la enseña estatal, cuya presencia parece molestar a los socialistas catalanes tanto como indigna a los independentistas. Hace falta tener mucha piedad, o un interés inconfesable y próximo a la ceguera, dados estos hechos, a los que se suma su exigencia de que la amnistía se aplique automáticamente al dos veces prófugo Puigdemont –en contra del criterio adoptado por el Tribunal Supremo– para pensar que el advenimiento de Illa es un evangélico nuevo comienzo. 

Lo que empieza, en realidad, es la enésima metamorfosis del soberanismo, que primero transitó por el catalanismo floral, después se hizo institucional con el pujolismo (por supuesto, el expresident defraudador fue honrado en la investidura), devino en delirio con Puigdemont & Sor Junqueras y se transformó en farsa en el posprocés. La última estación es este remake del maragallismo, acaso por aquello de que –como señaló Mark Twain– la historia no se repite, pero sí rima.

Illa puede poner hasta la eternidad su cara de yo no he sido, pero los primeros compases de su mandato son una rendición colosal a la narrativa independentista, cuya prosa defiende un cupo catalán reaccionario –presentado bajo el eufemismo de la financiación singular– que quiebra la solidaridad y la cohesión territorial y aboca al PSOE a traicionar su pretérito para acomodarse, ya sin camino de retorno a casa, en este populismo confederado, bendecido en el Monasterio de Poblet. El nuevo tiempo del PSC consiste en regresar a la Cataluña del siglo XII. No está mal para empezar.